Amor Voraz

Primera parte

Cuando nos conocimos yo tenía treinta y cinco años y ella tenía treinta y tres, me había dicho. Hoy, veinte años después, mi rostro revela el paso del tiempo, las arrugas llegaron sin aviso, igual que las canas que ya pintan mi escasa cabellera que alguna vez fue de un negro azabache. Yo sabía que esto pasaría, lo sabía pero no dudé en dejar mi antigua vida atrás, mi pasado, lo que realmente era. Todo lo dejé por ella. Solo tuve ojos y energías para ella. Acepté su raro pedido antes de casarnos, por escrito incluso: dos veces por semana, por las noches, ella tenía un ritual con unas amigas de la infancia, una reunión solo de chicas, nunca debía ir a buscarla, ni llamarla por teléfono, ni pasar siquiera cerca de donde se reunieran. Es más, los lunes y jueves, días que habíamos pactado, ella saldría y yo tenía expresamente prohibido salir de la casa. Ella se iba a las seis de la tarde y desde ese horario hasta que volviera, casi siempre de madrugada cuando yo dormía, no podía abandonar la casa. Nunca pregunté por qué, yo lo había aceptado tal cual me lo había planteado. Nunca olvidaré aquella noche. Estábamos sentados frente a la costanera norte, era invierno, solo nos acompañaban a lo lejos, dos pescadores nocturnos que abrazaban sus cañas como si les dieran una especie de calor extra, miraban hacia el Río de la Plata y esperaban pacientemente que algún hambriento y desprevenido pez mordiera sus anzuelos. Ella estaba apenas con un saquito de lana ligero, yo en cambio, tenía un camperón de esos tipo inflables, bien abrigado, el viento que soplaba del río era helado, pero ella no lo sufría. Le pregunté cómo hacia y muy sensualmente me dijo: "Tu calor humano me alcanza y sobra para sobrevivir al peor invierno imaginado, vení, abrazame más fuerte amor quiero sentir el latir de tu corazón en mi pecho...". En ese momento tuve que refrenar una pulsada de sangre que me llenó el pecho, de verdad pensé que se me saldría el corazón como si hubiera corrido un triatlón. Estaba totalmente enamorado. Esa misma noche me dijo seriamente: "Mi vida, quiero estar con vos para siempre, y si aceptas un pedido que tengo que hacerte, sin preguntas, yo seré tuya hasta la eternidad...". La seriedad con que dijo aquella frase me paralizó el corazón. De pronto el mundo se me vino abajo, me puse nervioso, no sabía qué me pediría, pero sabía que aceptaría hasta el mismísimo Diablo si tenía que hacerlo para no perderla. Por otro lado yo tenía mi propio secreto. Estaba seguro que nada podría ser peor que mi propio destino, mi propio ser, mi propio demonio. Ella continuó suavemente, apenas habría los labios mientras pronunciaba las palabras, nunca la había sentido tan sensual, definitivamente mataría si así me lo pidiese: "Mi amor, solo te voy a hacer este pedido y debes cumplirlo a rajatabla hasta que la mismísima muerte nos separe, como dirá quién nos case, todos los martes y jueves de nuestras vidas yo debo salir de casa a las seis de la tarde para ir a encontrarme con unas amigas de la infancia, no las conocés pero tampoco las conocerás nunca, es como una especie de ritual que debemos hacer juntas y solas en esos días; nos criamos juntas y pasamos muchas desgracias y alegrías juntas también, es un pacto de sangre, yo no puedo fallar, debo estar allí. Si puedes concederme eso, mi vida entera te la entrego en este mismo momento...". Con lágrimas en los ojos me miró como suplicándome que accediera sin cuestionamientos, yo obviamente acepté y la abracé con fuerza sobrehumana y lloramos juntos, pero de alegría. Esa misma noche hicimos el amor durante toda la madrugada hasta el amanecer, ambos nos sorprendimos por el aguante de cada uno. Fuimos dos fuerzas sobrenaturales complementándose en exquisito placer. Claro, yo recién estaba abandonando mi antigua vida, todavía la energía fluía en mí, como fluyen las altas tensiones eléctricas sobre sus gruesos hilos de cobre.

Sé que ella se ha hecho alguna que otra cirugía en estos veinte años que llevamos casados. Nunca me dejó acompañarla al hospital, decía que la pondría nerviosa y que no le gustaría que yo la viera en esa situación, recién salida de un quirófano, con la cara amoratada y cubierta de gasas. Cuando volvía a casa luego de estar dos días internada, era como si no se hubiera hecho nada, seguía siendo bella, joven y radiante como antes de irse. Claro, el cirujano era uno de los mejores, siempre me decía que era el único médico por el que se dejaría operar una y otra vez. A los resultados me remito, mi esposa sigue teniendo treinta y tres años mientras que yo, claramente denoto mis cincuenta y cinco inviernos ya. Nunca me pidió que me opere, siempre me llamó la atención eso, ella dice que le encantan mis arrugas y mis canas y que solo ella debe estar siempre joven para que yo no la deje por otra...Nunca haría tal cosa, sigo enamorado como el primer día. Algo que siempre me pareció raro, más allá de que el cirujano fuese una eminencia, es que habitualmente las mujeres que se operan para verse jóvenes y bellas, como mi esposa, también acompañan esa vida con comida sana, ejercicios, suplementos alimenticios y demás "yerbas" que mejoren su calidad de vida. Sinceramente mi mujer, en ese aspecto, es genéticamente mejorada creo yo. Nunca se preocupó por una dieta, nunca hizo más ejercicio que levantar el control remoto para cambiar de canal, y su suplemento dietario más común es el vino tinto Malbec. A pesar de su modo de vida, la silueta sigue siendo la misma que hace veinte años y bueno, su cara obviamente con ayuda de las cirugías, también sigue estacionada en el tiempo. A veces pienso que esa costumbre de salir dos días a la semana puede llegar a tener algo que ver con su belleza inagotable y duradera. No digo que sea una bruja y que hagan un aquelarre estético en cada encuentro, pero alguna poción mágica debe estar involucrada. A veces me río solo de mis propios pensamientos. Como ahora. Muchas veces estuve tentado a escapar uno de esos días prohibitivos para mí y seguirla hasta su aquelarre. No junté suficiente valor aún. Mi promesa sigue intacta. Una sola vez, la esperé despierto. Escuché que llegó y con sigilo fue a bañarse; serían las cinco de la mañana, todavía no amanecía, era invierno, si bien me pareció una locura bañarse a esa hora, nunca le dije nada. Evidentemente era su rutina. Siempre llegaba antes del amanecer, eso era seguro, porque yo me despertaba normalmente con la primera luz de la mañana y ella siempre estaba a mi lado ya, durmiendo plácidamente.




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