Esta mañana conté cuatro arrugas nuevas. Dos a cada lado, las famosas patas de gallo que ya parecen un ciempiés que rodea malévolamente mis ojos. Me acerqué a la cama y la miré a ella durmiendo. Su piel tiene una tersura de comercial de crema, la palidez que la caracteriza, la hace más joven y tersa aún. Sus perfectas curvas y su bello y negro pelo, complementan su extrema belleza. Tiene que ser algo más. El cirujano poco tiene que ver en esta genética, pienso siempre. Le he preguntado muchas veces ¿Cómo lo hacés? Siempre me responde lo mismo: "Mi cirujano vale su peso en oro, amor...". Es una respuesta incompleta. Se nota en esa mirada pícara que pone cuando me contesta. Que hermosa es... No voy a insistir más. Hoy es jueves catorce de febrero: Día de San Valentín. Aunque para mi hoy es jueves de prisión, de Netflix hasta altas horas de la noche, de pizza fría y mucho espacio en la cama. La amo, pero no puedo seguir soportando como me deterioro mientras ella cada día parece rejuvenecer más y más. El secreto está en sus reuniones. Estoy seguro de eso. ¿Por qué no lo comparte conmigo, por qué quiere ver cómo me arrugo y me pongo cada día un poco más gris? No es justo. Hoy va a ser distinto.
Son las cinco y media de la tarde. Los bombones que le regalé por San Valentín los comimos juntos por la mañana. Se está preparando para salir ya. Sabe que a pesar de que hoy es un día especial, su cita es impostergable. Veo cierta tristeza en sus ojos. Sé que me lo va a compensar sobradamente. No es la primera vez, ni será la última, que en un día especial aunque llueva, truene o caigan piedras del cielo, deba salir igual. Yo hago la pantomima de siempre: prendo la televisión, pongo Netflix, busco la pizza fría que quedó del mediodía y acomodo unas almohadas en el sillón como para tirarme a mirar series mientras ella se suma a su aquelarre nocturno. Me tiro en el sillón. Ella se acerca y me da un lento y hermoso beso de despedida. Me acaricie la cabeza y me aconseja como siempre: "Amor, no te quedes hasta tan tarde viendo series ¿Si?, sino después te cuesta horrores levantarte temprano, te amo, en un rato nos vemos". Le tiro un beso con la mano y ella sale de la casa.
Esperé prudentemente hasta que subió al auto, arrancó y tomó camino hacia la avenida principal. Corrí hasta la esquina y subí al remis que me esperaba, el que había reservado temprano por la mañana (exactamente luego de verme las nuevas arrugas que se mudaron a mi rostro y después de comprar los bombones de San Valentín). Apresurado le dije al chofer, no puedo negar que con una sonrisa dibujada en mis labios: "Siga ese auto por favor...". Seguimos a mi esposa a una distancia de cien metros. Anduvimos como una hora y salimos a una calle bastante desolada, un pasaje. A mitad del pasaje estacionó, frente a una casa antigua estilo colonial. Ya habíamos doblado cuando estacionó, así que le dije al chofer que pasara al lado de ella y siguiera hasta la esquina y luego doblara una cuadra a la derecha, ahí me bajaría. Cuando pasó por al lado del auto de mi mujer me agaché todo lo que pude para esconder mi presencia. El chofer ni siquiera reparó en mi acción, se limitaba a manejar como le iba indicando. Pasó la esquina, dobló y estacionamos. Bajé nervioso, nunca había hecho algo así, estaba seguro que de salir mal mi peligrosa jugada, sería el fin de mi matrimonio. Pagué al chofer.
Calcé las manos en los bolsillos del pantalón y avancé decidido hasta la puerta de la casa donde ella había parado. El auto seguía allí, evidentemente había entrado en ese lugar. Me paré en la puerta y me quedé pensando como entrar sin ser descubierto. Al menos hasta que pudiera ver de qué se trataba ese maldito aquelarre (ya no cabía otra definición en mi cabeza). Miré las ventanas, no eran muy altas pero tenían rejas. La casa era de dos plantas; la planta alta tenía dos ventanales grandes y enrejados también. Estaba en un problema. Instintivamente tanteé el pomo del picaporte y jalé. Increíble, estaba abierto. Problema solucionado. Entré. Un pasillo oscuro llegaba hasta un patio interno iluminado pobremente. En medio había una fuente pequeña de adorno con un líquido raro color rojo carmesí adentro. Caminé lo más sigiloso que pude hasta un cuarto que tenía una alta puerta de doble hoja, con dos grandes vidrios que adornaban la parte superior de cada hoja y que destellaban un tenue tono sepia. Se escuchaba una especie de murmullo adentro. Voces femeninas sin duda. Era el cuarto indicado. Me acerqué y espié a través del vidrio.
Nunca hubiera imaginado lo que vi en ese cuarto.
Mi esposa estaba de rodillas en el piso succionando el cuello de un chico que no tendría más de veinte años. Brotaba sangre fresca de la herida y ella la tragaba como si fuera el néctar de los dioses. Una de sus amigas, una pelirroja de curvas pronunciadas y tan joven como ella, sostenía la pierna del chico y también succionaba sangre de su arteria femoral seguramente. Una tercera mujer, ésta rubia y extremadamente flaca, tenía tomada la mano del muchacho y succionaba su propio néctar extasiada. La escena era terriblemente perturbadora. El chico parecía en estado de coma, estaba completamente relajado, acostado en el piso con los brazos y piernas abiertas mientras le absorbían la vida. La pelirroja levantó la cabeza unos segundos, como para tomar aire y seguir bebiendo de la fuente de su juventud. Los colmillos que mostró eran extremadamente largos, cónicos y filosos, chorreaban sangre y ella paseaba su lengua por cada colmillo lentamente, como para rescatar hasta la última gota. Luego volvió a clavarlos en la arteria y continuó con su éxtasis de succión. Mi esposa estaba de espaldas a la puerta absorbiendo al chico desde su yugular, se contorsionada de la misma forma que cuando hacíamos el amor desenfrenadamente. De la misma forma que la había visto gozar la noche que acepté sin cuestionamientos su extraño pedido. Ahora entendía todo. Cómo fui tan iluso. El amor es ciego y ha quedado demostrado una vez más.
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Editado: 19.02.2019