Amor y Gloria

Capitulo 3: Una mínima señal

Luego de siete meses, podía decir que estaba contenta de trabajar en el club. Le parecía increíble haber aguantado tanto, sobre todo porque al principio las cosas estuvieron bastante torcidas.

Pero el tiempo las mejoró, al menos un poco. Y aunque el dinero seguía siendo un problema, al menos contaba con la estabilidad de un pago todos los meses, algo que pocas veces tuvo en su vida. Para Gloria, saber con antelación cuánto cobraría el quinto día hábil de cada mes ya era un lujo. Podía planificar mejor los gastos y también podía dormir con la seguridad de que si seguía trabajando duro, sin faltar y sin llegar tarde, seguiría teniendo ese dinero.

Sus ocupaciones eran las mismas de siempre: levantarse a las seis de la mañana, despertar a su hermano y pelear con él, correr al colectivo, trabajar todo el día, volver a las ocho de la noche, cocinar para el día siguiente, bañarse y obligar a su hermano a bañarse, y al fin dormir.

Todo igual, todos los días. Le gustaba esa rutina, significaba que había un equilibrio. Si todo seguía así, las cosas marchaban bien.

Tenía los domingos libres, los feriados le pagaban un extra, y descubrió algo maravilloso, que jamás tuvo: vacaciones.

Pero sus vacaciones distaron mucho de ser relajadas tomando sol a la orilla de una gran piscina. Usó los quince días que le dieron en enero para…trabajar, por supuesto.

Consiguió como empleada de limpieza en una casa quinta a la que llegaba después de tomarse dos colectivos y un tren. Llegaba sudando bajo el implacable calor de cuarenta grados, y mientras veía a sus nuevos jefes retozando en el agua y tomando licuados extravagantes, ella limpiaba el desorden que iban dejando atrás.

Los observaba con un dejo de envidia, pero sabiendo que mientras más horas pasaba allí, más dinero ganaría. Se hizo con unos buenos ahorros para tener en caso de necesidad, aunque pensaba invertirlos en arreglar un poco su pequeña casa. Se compró un par de remeras ya que las que tenía estaban gastadas y manchadas con lavandina, y al fin se decidió poner el dinero en algo que posponía por miedo: un celular nuevo.

Mientras consultaba en una casa de electrodomésticos y un joven empleado le explicaba las grandes funciones que tenía cada equipo, Gloria sólo asentía sin entender nada. Casi que podía leerle la mente al muchacho: el claro prejuicio sobre una negrita ignorante, que ni bien agarra un poco de plata se compra el teléfono más grande y llamativo.

Por eso sólo eligió el más barato que aún así parecía creado por la NASA si lo comparaba con su teléfono chiquito, golpeado y lentísimo. Pagó rápido y se fue con la bolsa enorme y colorida que le dieron en el local, que escondió dentro de la bolsa de las remeras, como si en vez de pagarlo lo hubiera robado.

No quería llegar a su barrio con tantas bolsas como si fuera una millonaria saliendo de un shopping. Tenía miedo de que le robaran pero también mucha vergüenza. Como si fuera una gran equivocación gastar en sí misma el dinero que se ganó de rodillas fregando pisos.

Se llevó una gran decepción cuando sacó el flamante teléfono de su caja, y no supo ni por dónde empezar. Cosas como esa la desesperaban. Era, todavía, una chica joven pero estaba desconectada del mundo. No entendía cómo usar un celular, cómo sacar una foto decente, no tenía redes sociales.

Tampoco casi no tenía idea de lo que eran las computadoras porque nunca se sentó frente a una, no sabía nada de inglés, ni de moda, jamás se había maquillado. Ya tenía alguna que otra cana que desconocía cómo teñir, sus manos estaban hechas un desastre por el cloro y el detergente. Y a eso le sumaba que, con algunos kilos de más y sin amigas, era lógico que tampoco tuviera novio porque, ¿cuándo? Apenas tenía tiempo para respirar.

Y se veía tan horrible que si tuviera tiempo tampoco tendría novio, porque nadie jamás se fijaba en ella.

Era un desastre con todas las letras, una no—persona, nacida para estar y cumplir una función y nada más. Un robot que respiraba y que, desgraciadamente, también comía, por lo que tenía que trabajar muy duro para ganarse ese alimento.

Trabajar ocupaba toda su mente y su tiempo, porque cuando se nace pobre y no hay perspectivas de ganarse la lotería, el trabajo es como un cáncer que va invadiendo cada pensamiento. Con trabajo se sufre, y sin trabajo se sufre el doble, porque pensar cómo conseguirlo y hacer rendir la plata, está presente a cada momento.

Y aún así, cuando tenía un rato de tranquilidad, no podía evitar pensar que estaba fracasando en la vida. No tenía nada, su mundo se reducía a contar monedas y billetes. No había sueños, no había deseos.

Su único anhelo era que Felipe no pasara por lo mismo, pero con él también sentía que fracasaba.

—Bueno, basta de pensar pelotudeces —se dijo poniéndose de pie, suspirando y agarrando el trapo de piso—. Hay que seguir.

Retorció el trapo como si se retorciera su propio cuello. Descargó su rabia allí, mojándose las manos con el agua sucia pero a la vez perfumada por el limpiador.

Continuó lavando el piso de un inmenso salón del club. Le quedaba más de la mitad, a contraluz podía ver las huellas de botines marcados por todos los cerámicos grises. Miró la hora, eran las cuatro y hasta las siete tendría tiempo de terminar con ese salón, el comedor, y los vestuarios. Si tenía suerte y no andaba ningún jefe cerca, se haría un té y comería las galletitas de agua que se trajo en el bolso. Su estómago protestó, para él era mucha espera.




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