Amor y guerra

Capítulo 1. Los extranjeros

Agosto, 1866

 

—¡México es fascinante! Y este lugar me hace desear bajar del caballo y tirarme en alguna sombra a descansar ¿qué piensas tú? —exclama el jinete rubio. Su compañero no le responde. Finge no escucharlo, hastiado de la larga cabalgata.

Los dos hombres atraviesan un camino sombreado por hileras de árboles añejos. Un imponente sol rojizo corona el atardecer entre nubes de contorno brillante y los últimos destellos de luz descienden sobre los oscurecidos cerros que a lo lejos rodean el valle teñido de fértiles campos.

—Dime que no quieres hacer lo mismo —insiste, divertido por la hosca expresión del otro jinete.

Instigado por las inoportunas observaciones de su compañero, el hombre hace detener a su montura de un violento jalón.

—No son más que los mismos árboles y caminos polvorientos que hemos recorrido desde que llegamos a este país en ruinas —emitida su sentencia, vuelve a espolear al caballo para que reanude la marcha cuando su compañero rubio se ha detenido unos metros más adelante para lograr escucharlo.

—Veo que sigues perdiendo los modales con facilidad —masculla, siguiéndolo.

No vuelven a cruzar palabra, solo conciben una preocupación inmediata: llegar a su destino antes del anochecer. Cabalgan a paso veloz un buen rato antes de divisar una finca de gran tamaño que enseguida reconocen como la Hacienda de San Gregorio. En Puebla de Zaragoza, mejor conocida como Puebla de los Ángeles, se las describió bien la dueña de la pensión en la que se hospedaron luego de días de un largo viaje por mar y tierra. El jinete rubio jala las riendas de su caballo, obligándolo a desacelerar para luego frenarlo por completo. El otro hace lo mismo y los animales inquietos se quejan antes de parar y dejar que los hombres que los montan contemplen con calma la propiedad frente a ellos.

—Mi madre no exageraba al decir que la casa que mi padre le dio no iguala el lugar donde nació y creció. Basta ver esto para saber que es verdad —dice Andrew.

El joven rubio sonríe y posa sus ojos claros en la magnífica residencia al final del camino empedrado que va desde el muro tapiado que rodea la propiedad hasta la fila de arcos que guardan el soportal por el que se entra a la construcción. Rodeando la casa hay una copiosa arboleda de encinos y coníferas que ocultan las caballerizas, el pozo y las casas menores en las inmediaciones. Todo aquello que hace funcionar la hacienda y que a nadie interesa ver.

—Alguien como tu madre no podría venir de algo menos digno de ella, pero aún creo que este viaje ha sido una pésima idea. Este país tiene dos gobernantes y por lo que he escuchado desde nuestra llegada, los republicanos no pararán hasta tener la cabeza del príncipe austriaco y eso significa guerra. Otra guerra apoyada por los yanquis. Creo que ya hemos tenido suficiente.

—Nosotros somos yanquis —rebate Andrew.

—Yo nunca lo fui, lo sabes bien.

—Claro ¿qué eres entonces? ¿Qué fuiste mientras luchabas por el Ejército de la Unión?

—Un mercenario —afirma el otro con amargura.

Andrew sabe que miente, respira hondo y lo mira, la sequedad del rostro de piedra con el que se encuentra ya le es familiar pero no por eso deja de preguntarse si Thomas O’Donovan estará alguna vez conforme con algo, supone conociendo su historia que le es difícil pero aun así desea que lo intente. Él en cambio solo necesita olvidar, dejar atrás una guerra que, si bien tuvo un ideal noble que perseguir, también fue promovida por un trasfondo que le desagrada. Una motivación económica que contrapunteaba un progreso emergente y una arcaica forma de explotación de la tierra que no valía las vidas cegadas ni el país destrozado que dejó detrás.

Tal vez su amigo tenga razón, siempre la tiene, salieron de una nación acabada por la guerra para entrar a otra en revolución, pero él se niega a verlo de ese modo. Aunque algunos de sus amigos, oficiales yanquis todos ellos, le hayan hablado del apoyo estadounidense para el presidente republicano del país vecino, Andrew tiene la esperanza de que el enfrentamiento de la monarquía contra la república no llegue a todos los rincones del país, o por lo menos que no esté en San Gregorio. Necesita olvidar que lleva toda su vida cometiendo errores y para lograrlo está ahí, en la tierra de su madre mexicana. Desea conocer con sus propios ojos la belleza que solo llegó a imaginar al escuchar historias familiares.

Sus reflexiones lo llevan a recordar a su madre, la única a la que lamenta haber dejado para emprender ese viaje, su cariño es algo que lo acompañó incluso en las noches más oscuras. Siempre ha sido una madre amorosa, además de una dama nacida en una acaudalada familia criolla que tuvo la desgracia de enamorarse de un extranjero al que ya apasionaba algo más y al que conoció por algún desatino del destino.

«Un desatino, eso tuvo que ser» piensa Andrew cada vez que reflexiona sobre la diferencia abismal entre el carácter de sus progenitores. Tiene bien claro que él no quiere eso, prefiere la soledad, aunque pocos lo entiendan.

—Nunca vas a cambiar ¿cierto? Mejor trata de disfrutar este aire fresco ¿O acaso extrañas el gentío y las fábricas de Nueva York? —le reprocha a su amigo.

—No, supongo que no, pero tú sí deberías extrañar a alguien. Tu boda es en pocas semanas y tu prometida ya te ha esperado demasiado —la voz grave de su acompañante y sus palabras parecen una sentencia en la que Andrew no quiere pensar.




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