Amor y guerra

Capítulo 2. En San Gregorio

La casa principal se ve aún mejor de cerca, sus muros de un vívido marrón cubiertos en partes por mosaicos de colores y verdes enredaderas en flor son un deleite a la vista y hacen olvidar cualquier pena.  Los ilumina el fuego de lámparas que unos peones encienden con premura en el patio frente a la residencia. La luz hace aún más poética la visión que los rodea. Al verlos acercarse, el portero corre a su encuentro y toma servilmente las riendas de los caballos para luego desaparecer rumbo a las caballerizas. Todos en la casa están al tanto de la visita del sobrino de su patrón, un extranjero al que nadie conoce y que al ser hijo de doña Magdalena ya tienen en alta estima. Los criados y peones de más edad aún recuerdan con cariño a la hija del anterior patrón. Tanta iluminación es precisamente para recibirlos a ellos.

Apenas llegan a la galería frente a la entrada principal, sellada por una rústica puerta doble de madera, esta se abre y por ella asoma el rostro de una mujer, su piel de un moreno claro representa sus cuatro décadas de vida, pero el gesto adusto le confiere más edad. Lleva los cabellos recogidos en una trenza anudada tras su cabeza y el vestido negro de una viuda que le cubre todo a excepción de las manos y el rostro en el que se dibuja el inconmovible semblante de una celosa guardiana.

Los invita a pasar con todo educado, pero seco y carente de amabilidad. Para ser parte del servicio tiene una expresión altiva, distinta a la mayoría de los criados y peones en los que Andrew ha notado una docilidad que no aprueba por parecerle propia de un animal domesticado y no de un ser humano libre y dueño de su vida. Tal parece que la conquista española sigue pesando sobre la espalda de los descendientes de los vencidos, aquellos que otros con mejor suerte llaman indios y mestizos con un desprecio que les escapa por la boca cual aplastante ponzoña. Pero esa mujer no es ninguna de las dos cosas pues tiene más la apariencia soberbia de una española sin fortuna que respalde su arrogancia.

«Eso debe ser» piensa Andrew: una criolla acomplejada por no haber nacido en España.

—Don Joaquín ya duerme; Pero don Rodrigo, el administrador, los espera —dice y los invita a seguirla hasta un salón de estar bien acondicionado.

Los muebles de líneas rectas y ángulos pronunciados con la que se encuentran son de un estilo francés imperialista que contrasta con los muros de tierra y piedra y los pisos de adoquín. Hay un sillón acolchonado largo, otros dos individuales, una mesa de centro y varias laterales con acabados laminados. Al fondo, se aprecia una marquetería color caoba.

A los visitantes les parece demasiado opulento para el ambiente campirano que rodea a la hacienda, pero por la presencia de los franceses en México y las tendencias conservadoras que según la madre de Andrew defiende el amo del lugar, es perfectamente comprensible. Un hombre de cabello entrecano y expresión taciturna los espera y deja su cómodo asiento al verlos entrar en la galería. Es Rodrigo Domínguez, el administrador de la Hacienda de San Gregorio; apenas pasa los sesenta y conserva el paso firme y la fortaleza de una juventud pasada. Viste un traje gris y tiene el porte de un caballero distinguido. Regio y gentil, les extiende la mano en un cordial saludo y mira discretamente a ambos, tratando de adivinar cuál de ellos es el que esperaban.

—Bienvenido sea, Señor Green. Don Joaquín lo espero toda la tarde. Lamentablemente sus dolencias lo obligaron a retirarse antes de verlo llegar.

Andrew se apresura a tomar la mano del administrador para hacerle saber que él es el aludido. Afina un poco su garganta para responder el saludo mientras espera que el castellano aprendido de su madre no esté tan atrofiado como sus piernas luego de la ardua cabalgata.

—Le agradezco y no tiene por qué disculpar a mi tío. Conozco su situación y sé que su salud no le deja permanecer mucho tiempo fuera de la cama.

Don Rodrigo respira aliviado y dedica una ancha sonrisa al joven rubio. Conoció bien a Magdalena Aranda Velarde, una mujer de carácter cálido y amable, y no esperaba menos de su hijo, pese a la sangre de gringo que le corre en las venas. Andrew no lo ha decepcionado como temió. Casi enseguida recuerda sus buenos modales y los invita a tomar asiento con un gesto.

—Pero pasen por favor, deben estar agotados. La verdad es que lo esperábamos solo a usted. Enseguida haré preparar una habitación para su acompañante —agrega viendo de reojo a Thomas. El hombre no se ve amigable, pero viene con Andrew y eso le basta a Rodrigo para considerarlo huésped de honor.  

El irlandés en cambio no le devuelve la mirada, deja que los dos hombres terminen las cortesías y se pongan al día mientras se aleja rumbo al otro extremo de la habitación. Algo colgado en la pared llama su atención, un marco de madera sencillo que no encaja con el resto de la decoración y que guarda el retrato de una mujer joven de cabello castaño y tiernos ojos que miran con la pasividad de un gato en complacencia. La reconoce al instante aun cuando se haya topado con ella varios años después de que ese retrato captase su imagen adolescente.

Andrew se parece a ella, tiene los mismos ojos expresivos de contorno suavizado. Aunque su amigo haya heredado el cabello rubio y los ojos claros de su padre, sin duda es la viva imagen de su madre; las finas facciones de ella se han convertido en su hijo en una apostura que le vale la atención de las mujeres. Magdalena no solo es la madre de Andrew, sino la mujer que lo salvó a él de acabar muerto en las calles de la metrópoli neoyorquina. Gracias a su apoyo, abandonó una vida de miseria y peleas callejeras que muchas veces le acarrearon huesos rotos y enemigos que no dudarían en apuñalarlo si el destino los vuelve a cruzar a la vuelta de alguna esquina. Hasta conocerla creyó que eso era lo único que le deparaba la vida a un inmigrante que había osado abandonar su propia patria en busca de saciar el hambre de una familia entera.




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