Emily aprieta los dientes frente al espejo de su tocador blanco mientras Sarah, su sirvienta mulata y más grande confidente, jala sin clemencia desde atrás las cintas del corsé sobre su torso con el único fin de que su cintura luzca ajustada, pequeña ya es sin necesidad de la prenda. El dolor de sus costillas contrayéndose es apenas soportable; sin embargo, no emite ninguna queja y solo la mueca de incomodidad que dibujan sus ojos entrecerrados le avisa a Sarah a través de su reflejo que ha sido suficiente.
Respira lento, las cintas ya están atadas y las pequeñas bocanadas de aire la ayudan a acostumbrarse a la presión sobre sus pulmones. Su acompañante acerca hasta ella la enagua con armazón de aros y se la pasa por la cabeza para anudársela a la cintura, le hace entrar también el vestido de seda amarillo con volantes verdes, y adornado con pequeños botones por enfrente desde la cintura hasta el cuello. Una vez que ha terminado, Emily gira a la derecha para contemplarse en el espejo de pie a mitad de su habitación. Acomoda unos cabellos rubios que sobresalen ligeramente del resto de rizos que lleva recogidos con sobriedad y suspira, mirándose con una severidad que solo se atreve a dedicarse a sí misma.
—Te ves perfecta —asegura Sarah con una familiaridad que ha nacido entre ambas luego de trece años de convivencia. La mulata ha sido su sirvienta personal desde que las dos eran niñas.
La tez blanca y tersa de la faz de Emily es algo que admira y que a veces se atreve a comparar con el mar oscuro que es su propia piel. Hija de un padre mulato y una madre negra, su marcada herencia afroamericana las hace notablemente distintas. La joven sirvienta mira a través del espejo su figura voluptuosa sostenida en una cintura ancha. A su lado, la figura de la joven burguesa destaca como un faro de luz en la oscuridad, se ve delicada y elegante. Hermosa y poseedora de un carácter bondadoso.
Pese a la amistad que las une, le es difícil imaginar el motivo por el que Emily suele estar triste, es incapaz de entender ese sentir cuando lo tiene todo. Sin darse cuenta, se le escapa una melancólica sonrisa, no puede evitar pensar que ella es feliz teniendo casi nada. A la otra joven su belleza y fortuna no le hacen sentir más que un profundo vacío.
«Es una pena» piensa la sirvienta.
—Siempre eres tan condescendiente conmigo que ya no puedo creerte. Aunque no importa mucho —exterioriza la joven rubia soltando un ligero suspiro que deja adivinar un atisbo de la desilusión que carga en el corazón.
Es la tarde pactada para que ella y sus padres visiten la casa de su prometido, no es una visita social sino más bien la firma de un contrato entre las Fábricas Green y la compañía de transporte marítimo que pertenece a su padre. Un negocio más, al igual que su futuro matrimonio. Las familias Green y Sherwood quedarán unidas y con eso los tratos de los respectivos patriarcas se facilitarán. Así lo ve su padre y está segura de que Andrew Green Segundo piensa lo mismo.
Para ella, sin embargo, unirse a Andrew es un sueño vuelto realidad. Lo conoce desde que, siendo niños, lo miraba a hurtadillas mientras él jugaba en los jardines de la mansión Green, en tanto las madres de ambos disfrutaban de charlas vespertinas al calor del té de menta. Desde entonces vive prendada de la viveza de esos ojos y de la actitud rebelde del hombre que desde niño no daba sino muestras de rechazo al protocolo de la esfera social a la que pertenecen sus familias. Andrew es vida, regocijo, un espíritu indomable cuya sonrisa le cautiva el alma. Es todo lo que ella nunca será. Admira su entereza, la pasión con la que defiende lo que piensa y hasta la manera despreocupada con la que se desenvuelve.
Ella por otro lado es incapaz de hacer algo distinto a lo que se le enseñó, actúa pensando en lo que los demás esperan de una dama de su posición, siempre habla con propiedad sin importar si se encuentra alegre o algo la importuna, y mantiene sus buenos modales bajo cualquier circunstancia. Tiene como regla de oro no mostrar a otros lo que siente y procura ser tolerante aún frente a comentarios inapropiados. Guarda sus sonrisas para sí misma y si acaso las comparte con Sarah y con su madre. Frente a los demás, reír le causa vergüenza. Su belleza, envidiada por mujeres y elogiada por hombres, no le ayuda a desenvolverse frente a desconocidos. Sufre, como su mismo padre dice burlándose, de una aguda timidez que ya le ha valido perder el aprecio de varios por confundirla con desdén.
Imposible no ser así cuando le han dicho desde pequeña que lo prohibido para ella es más que lo permitido.
—Estás así porque tu prometido no estará en la reunión ¿cierto? —aventura Sarah al darse cuenta de su expresión apesadumbrada. El comentario aleja de golpe los pensamientos que la afligen.
La mira desconsolada, es la única con la que se atreve a compartir enteramente sus alegrías y desahogar sus tristezas. Con ella saltó y giró tomadas de las manos por toda su habitación cuando su padre le comunicó sus planes para unirla en matrimonio al heredero de la familia Green. Las dos protagonizaron un ritual parecido cuando el compromiso se acordó. Ese día incluso bailaron de felicidad, una felicidad que nunca se ha atrevido a exteriorizar frente a su futuro esposo.
Asiente a su sirvienta, recordando la última vez que vio a Andrew al regresar él de la guerra. Aquella fue una visita desagradable pese a los deseos que tenía de verlo. Su prometido estaba devastado, no solo física sino emocionalmente, necesitaba consuelo que ella no supo brindarle. En esa ocasión no cruzaron más que frases de cortesía en las que manifestó sobriamente lo mucho que significaba verlo regresar con vida. Él agradeció su preocupación con la fría amabilidad con la que se le responde a un conocido poco estimado. Al final el encuentro fue como los anteriores y terminó sin que llegase a expresarle lo que su corazón gritaba saltando en el pecho cada vez que lo tenía cerca. En su cabeza aun rondan implacables las últimas palabras de él, taladran su conciencia haciéndola sentir culpable de un crimen horrible: