El fresco de la madrugada se siente en la piel cuando Andrew despierta; es temprano y aunque quiera no puede dormir más. Se queda en la cama hasta que la luz de la mañana entra en forma de lanzas que atraviesan los vidrios de la ventana y se cuelan por entre el largo cortinaje de tela guinda, instándolo a levantarse. La habitación es grande así que le da una sensación de comodidad semejante a la que experimenta en la casa de su padre y tan distinta a la que padeció durante los meses que despertó en tiendas de campaña enlodadas y encharcadas en las que pocas veces era posible descansar sin sentir que sería el último día de su vida.
A menudo se pregunta cómo logró sobrevivir a aquello y agradece el haberlo hecho, algo que sin duda le debe en gran parte a Thomas. Resopla, se frota los ojos e intenta alejar la cruel imagen de la guerra, cada vez es más difícil. Conforme transcurre el tiempo, las imágenes de hombres luchando cuerpo a cuerpo, compañeros caídos frente a sus ojos y la más espantosa angustia que sintió alguna vez se recrudecen más y más, también lo hacen el eco de los gritos y los estallidos ensordecedores de cañones y armas. Y la sangre, el rojo de la sangre manchándolo todo, uniformes, banderas, rostros, es sin duda la visión más espantosa, lo que daría por olvidarla.
Los recuerdos se le van encima como lobos rabiosos, le pasa siempre al despertar. Escucha los gritos, huele la pólvora, el sudor de los hombres y la sangre. La sangre otra vez, como detesta su olor y la forma en que se seca, adhiriéndose a todo. Qué tontería, la guerra acabó, los yanquis ganaron, ganó la verdad, se niega a creer otra cosa.
¿Por qué entonces se siente tan culpable? ¿A cuántos hombres mató? ¿Cuántas mujeres enviudaron por su causa? ¿Cuántos hijos sin padre, madre sin hijo, hermano sin hermano? Superado por el pasado, sacude la cabeza y mira aturdido a su alrededor buscando un ancla para el presente. Los muebles de la habitación, elegante y cómoda, es un buen distractor. Un ropero caoba con espejos en sus puertas y una cómoda de ocho cajones flanquean la ventana. Hay también mesitas a ambos lados de su cama y una mesa más amplia sobre la que se encuentra una jarra de agua y un ancho recipiente de cerámica para que caiga el agua usada.
Sale de la cama ahuyentado por sus memorias. Siente el cuerpo descansado, el baño que prepararon para él la noche anterior le alivió el agotamiento muscular y junto al sueño reparador, le dio energías para afrontar el nuevo día. Sus pertenencias ya están ahí, las envió con un cochero desde Puebla aún antes de que Thomas y él partieran a caballo; tiene a su disposición todo cuanto necesita. Luego de afeitarse y vestirse con un traje oscuro que adorna una corbata gris alrededor de su cuello, sale de la habitación. Luce tan fresco y gallardo que nadie podría adivinar la batalla que ha tenido consigo mismo. Piensa que tal vez su vestimenta es demasiado elegante para el lugar, sin embargo, ese día conocerá a su tío y pretende ir vestido para la ocasión. Ha crecido escuchando historias del amo de San Gregorio narradas por su madre y le tiene en alta estima a consecuencia del gran cariño que su hermana le profesa. No quiere decepcionarlo en ningún aspecto.
En el pasillo encuentra a Thomas y Consuelo, el ama de llaves ya está ahí para llevarlos al comedor. Su amigo irlandés también está vestido para la ocasión, ha elegido un traje azul que resalta el color de sus ojos. Los tres descienden por la escalera de barandas negras forjadas que llega al patio interior de la casa. Atraviesan el lugar, pasando al lado de una gran pila con orillas adornadas con macetones de azulejo azul y blanco en los que hay distintas flores que perfuman el ambiente. Los rayos de sol caen libres en ese espacio, iluminando los arcos de cantera y las paredes alrededor. La luz y el espacio crean una atmosfera de tranquilidad que disfrutan hasta llegar al amplio comedor y tomar asiento en la larga mesa de madera para diez comensales.
—¿Nos acompañará mi tío? —pregunta Andrew a Consuelo cuando esta hace una señal, ordenando a una criada servir el desayuno.
—En los últimos meses ha tomado sus alimentos en la habitación, es difícil para él abandonar la cama.
—Por supuesto, entonces iré a verlo luego del desayuno ¿y el señor Domínguez?
—Pocas veces come aquí, prefiere hacerlo en la casa chica que ocupa y el día de hoy ha salido temprano —responde fríamente y sin intenciones de dar más explicaciones. Acto seguido, da media vuelta dispuesta a retirarse.
—Espere, Consuelo —pide Andrew —. La muchacha que vimos ayer al llegar. Su nombre es Alma ¿sabe dónde puedo encontrarla?
La pregunta toma desprevenida no solo a Consuelo sino también a Thomas que no puede evitar aclararse la garganta y mirar con severidad a su amigo. La criada sirve el desayuno, pero nadie le presta atención. El joven ignora también a Thomas, sabiendo que le espera una reprimenda de su parte.
—Esa mujer trabaja en la casa chica. Es la criada de don Rodrigo así que ahora mismo debe estar allá —Consuelo traga saliva antes de seguir y discretamente se acerca a Andrew —. Usted no debería rebajarse a buscar a alguien como ella, si lo que quiere es verla, yo la puedo hacer traer.
—No es necesario.
—Mejor, ella no es buena compañía.
—Lo dice porque es una sirvienta —indaga con incredulidad.
—Lo digo porque… —Consuelo calla y aprieta los dientes como si lo que iba a decir la incomodara demasiado —, perdóneme, he hablado demasiado y su desayuno se enfría.