Amor y guerra

Capítulo 8. Con el último aliento

La ostentosa habitación queda en silencio. Rodrigo mira a dónde Joaquín parece descansar sin hacerlo. Se mueve de un lado a otro y de sus labios secos escapan lastimeros quejidos que se han hecho más sonoros en poco tiempo. El administrador se acerca al lecho, su amigo agoniza y poco puede hacer por ayudarlo. Aprieta los puños con impotencia y los ojos se le humedecen. Lo peor es saber que alguien le ha causado el mal con alevosía.

¿Quién puede quererlo muerto?, Se pregunta. Joaquín y él pese a su amistad entrañable nunca han congeniado sobre política, por eso sabe que ese atentado nada tiene que ver con los partidos que se disputan el poder. El amo de San Gregorio es un acérrimo defensor del imperio y muchos de sus recursos han ido en apoyo del partido conservador; por otro lado, su envenenamiento no es obra de los liberales, él lo sabría antes que nadie. Debe ser algo personal, pero ¿qué? Deja de hacer conjeturas, es imprescindible que su amigo rectifique su peor equivocación. Ese día antes de ir a verlo, se atrevió a confirmar las sospechas sobre la infidelidad de la difunta esposa de Joaquín Aranda con la única familia de ella que queda viva y necesita decírselo. 

—Joaquín, debes hacerlo ahora. No te queda tiempo —lo exhorta. El aludido entreabre los ojos con una dificultad que revela sus pocas fuerzas. Con la respiración entrecortada mira al hombre a su lado. Apenas lo reconoce.

Rodrigo puede ver que le cuesta concentrarse, comienza a desvariar. El médico extranjero no se equivocó al decir que le queda poco tiempo, teme que su lucidez comience a verse afectada por la agonía antes de que pueda decirle que ha averiguado la verdad que buscaba.

—Me estoy muriendo, no soporto este dolor. Ayúdame —suplica en un instante de conciencia. Su acompañante aprieta los dientes con impotencia, poco puede hacer por ahorrarle el sufrimiento.

—¿Dime que puedo hacer?

—Háblame de ella.

—Antes debes saber que encontré a Manuela Ruíz Palacios. Joaquín. Tu esposa te mintió y te traicionó. Te ruego que no respetes la promesa que le hiciste. No lo merece.

—¿Y de qué sirve? Aunque quisiera no hacerlo, mi chaparrita está muerta.

Los párpados le pesan, es difícil quedarse despierto y no perderse en lo que está sintiendo. El entorno que lo rodea parece tan lejano, tan irreal. Alguna vez escuchó que cuando se está al borde de la muerte es cuando más se recuerda lo vivido y lo está confirmando en carne propia. La voz de Rodrigo es distante y por un momento olvida que está a su lado. Solo la ve a ella, a la mujer que quiso.

Puede verla en los campos en los que la conoció, con el sol iluminando su rostro bronce y su lacio cabello largo. El sudor en su frente y en el escote de su blusa engrandecía su belleza, una belleza india, salvaje y tentadora. Como deseó tenerla, se acercó a ella a sabiendas que lo único que podía obtener sería el calor de sus noches. Sin embargo, él quería algo más. Quería que fuera suya noche y día, llevarla a su casa y verla envejecer. Que fuera su amante no bastaba, por desgracia no supo luchar por ella. Tuvo miedo de perderlo todo, de no saber enfrentar el mundo sin el apoyo y la fortuna de los suyos.

Por años se ha arrepentido de no haber huido a su lado, lejos de todos los que se atrevieron a juzgarlo sin conocer lo que sentía. Dejó que su padre la alejara de él, ¿Qué estaba pensando? ¿Por qué no se le enfrentó? Por el contrario, le permitió controlar su vida hasta el último momento, también a Inés.

«Maldita seas Inés» piensa. ¿Por qué tuvo que conocerla? ¿Por qué la hizo su penitencia? Pagó el abandono de la mujer que amaba muy caro, castigándose con la manipulación de una mujer sin corazón.

«Tonto. Tonto» repite, incesante. Fue el estúpido títere de otros, siempre lo ha sido.

—La perdí por cobarde —solloza sin conciencia de que alguien lo escucha.   

—Pero todavía tienes a alguien que te necesita.

Por largos segundos, el silencio inunda la habitación. Lo rasgan los lamentos del amo de San Gregorio, revolcándose en su lecho para tratar de aliviar su malestar. Lo que Thomas le dio para disminuir el dolor no logró el efecto deseado. Los espasmos abdominales son cada vez más insoportables. Las náuseas tampoco dejan de atormentarlo, evitando que encuentre una posición cómoda. Es incapaz de mantener el hilo de la conversación sin sentir que le cuesta respirar. Poco a poco y contra todo pronóstico, recupera algo de calma. Rodrigo sigue a su lado y lo agradece, no quiere morir solo.

—Dios Padre no me perdonará mi abandono ni mi cobardía —confiesa y un ataque de tos lo hace escupir sangre. El administrador lo asiste con un pañuelo en tanto espera paciente a que termine.

—Lo hará si haces lo correcto —dice, luego de que la tos cesa. El moribundo asiente y estira la mano, pidiendo por un vaso de agua. Su acción en medio del sopor de la agonía tiene apenas rastros de una decisión bien meditada. Es una ironía haber tenido que esperar a la muerte para dejarse llevar por su corazón, apartando cualquier objeción autoimpuesta.

Rodrigo lo sirve con premura y se lo acerca a los labios. Una vez que lo bebe, el dolor es más llevadero.

—¿Lo tienes?

—Sí —admite, sacando del costado de su saco un papel doblado con cuidado y protegido con un sobre. Lo extiende y se lo enseña. También le da una pluma que apenas puede sostener. 




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