Amor y guerra

Capítulo 13. Revancha

Una pesadilla, es lo que Alma siente que está viviendo; noches en vela y momentos de angustia en espera de que su padrino abra los ojos. Thomas le dijo que su vida está fuera de peligro y ella le cree, desde aquel día confía en su palabra. Sin embargo, no ver despertar a Rodrigo mantiene vivo el temor a perderlo. Ante ese sentimiento abrumador, su garganta se cierra a cualquier alimento, solo quiere estar ahí para verlo volver en sí. La insistencia de Andrew para que vaya a descansar comienza a agobiarla, aunque le agradece haberla librado de las constantes y molestas intromisiones de Consuelo, pretendiendo que vuelva al trabajo en la casa principal. El ama de llaves parece olvidar con frecuencia que no está a su servicio.

La puerta de la habitación se abre a su espalda y teme que sea su joven amigo, que una vez más viene a rogarle que se separe de Rodrigo. En cambio, quien llega a su lado es Thomas. Lo sigue una de las dos jóvenes criadas que Andrew pidió a Consuelo para que atendieran al administrador y a la casa chica. El irlandés se planta a su lado y le dedica una mirada indescifrable que la estremece mientras la muchacha coloca en una mesa de madera redonda, el desayuno para dos que lleva en una bandeja de plata. Sin decir nada, él comienza a examinar al paciente, su situación no ha cambiado, por lo que le ofrece a Alma su mano para ayudarla a levantarse de la silla que ocupó toda la noche.

—Es mejor que desayune o será usted la que enferme —indica casi ordenándole, con una voz grave que la estremece, ya no por temor o desagrado, sino por lo imponente que le sigue pareciendo la presencia masculina.

—No tengo apetito.

—Aunque no lo tenga, acompáñeme que el desayuno es para ambos. Lo he hecho subir para que no tenga que ir a la cocina a tomarlo, así que no tiene excusa que valga.

Sus ojos apenados lo miran y toma la mano que le ofrece para ponerse de pie. Él no la libera y la lleva hasta donde la mesa está dispuesta. Vuelve a estremecerse al sentir la agradable sensación que le eriza la piel. Nunca ha tomado la mano de un hombre y recordar como besó las de él la hace avergonzar hasta ruborizar sus mejillas. Su falta de mesura es imperdonable, hizo lo que tantas veces las religiosas intentaron prohibirle; se dejó llevar por lo que sentía, olvidando el respeto que le debía al hombre que salvó la vida de su padrino.

¿Qué piensa de ella? Seguramente que carece de educación y tal vez tenga razón, siempre ha sido excesivamente entusiasta, no puede evitarlo, es como si lo llevase en la sangre. No puede callar, no puede aparentar ni mentir con respecto a lo que atraviesa su cabeza o su corazón. Rodrigo y las religiosas se esmeraron mucho en intentar enseñarla a comportarse de la manera que se espera de una dama sin lograrlo. Será que es una bruta, demasiado idealista y con una mente que tiende a rebelarse fácilmente. No lo sabe, lo único que desea en ese preciso instante en que la mano de Thomas abraza la suya es agradarle tal y como es, como le agrada a Andrew.

Llegan hasta la mesa y toma el asiento que le ofrece, es como si no pudiera negarle nada y además lo agradece, la debilidad apenas le permite mantenerse en pie. Entonces reacciona, ella es una criada o por lo menos eso es lo que su padrino quiere que aparente. Se levanta de un sobresalto cuando lo ve acomodarse en la silla al otro lado de la mesa.

—Perdóneme. Usted no debería compartir la mesa conmigo.

—¿No me considera digno? —cuestiona él con una sonrisa divertida. Una encantadora sonrisa que la deja sin aliento; es la primera vez que lo ve sonreír.

—No. No. Soy yo la que no soy digna. Soy una criada y usted…

—¿Y yo? —. Alma no sabe que decir, cabizbaja contempla sus opciones. Es imposible escapar de los profundos ojos azules que la observan y acrecientan su nerviosismo, es como si quisieran desnudarle el alma. El escudriño al que está siendo sometida ya no la molesta como antes, solo la confunde; ignora si le desagrada o no —, Me queda claro que no sabe mucho de mí. Si me hace el favor de sentarse nuevamente y comer algo, le contaré un secreto.

La oferta la tienta y acepta tras meditarlo; se sienta una vez más, hipnotizada por las palabras del irlandés y el acento extranjero y fascinante de su voz. Mira en silencio como le sirve una taza de café y la pone frente a ella. Dubitativa aún sobre si hace lo correcto, le da un sorbo a la bebida caliente, sintiendo como alivia al instante el cansancio de su cuerpo.

—También debe comer.

—No creo poder.

—Claro que puede —. Pellizca un pedazo de pan de maíz y se lo acerca a los labios. Ella traga saliva mirándolo asombrada, ¿qué pretende? La toma desprevenida lo impropio de su actuar sin que atine a rechazarlo; abre dubitativa la boca permitiendo que entre el alimento ofrecido —. Ve como sí puede.

Avergonzada comienza a comer por sí misma sin levantar la vista de los alimentos. No quiere mirarlo, la sensación de cosquilleo que la recorrió de los pies a la cabeza cuando los dedos de Thomas rozaron su boca la mantiene muda. Una vez que ambos terminan el desayuno, se atreve a mirarlo.

—¿Me contará el secreto? —pregunta con timidez. Él la mira sin decir nada, haciéndola temer. Parece que no puede hacer nada bien cuando está frente a ese extranjero que de forma intempestiva dejó de desagradarle.

—Siempre cumplo mi palabra —dice al fin, notando el aprieto en el que ha puesto a la muchacha y vanagloriándose por ello. Adora atormentarla —. El secreto es que para mí es más fácil compartir la mesa con usted que con Andrew. Usted y yo somos más parecidos de lo que piensa.




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