Por las aceras y calles de la capital corren riachuelos creados por la ligera e incesante lluvia que cae desde hace horas sobre los edificios de cantera y las soberbias iglesias. Oscuros nubarrones han escondido el sol del Valle de México y la frescura del ambiente húmedo hace que los paseantes sean pocos. Un coche se detiene en el apartado y lodoso camino de un barrio empobrecido. El cochero se niega a internarse más. Andrew desciende, antes de hacerlo se envuelve en el jorongo de lana que le compró a un campesino y se coloca sobre la cabeza un sombrero viejo y roído que adquirió con el mismo hombre. Al bajar el calzado se le salpica del lodazal, no atiende al inconveniente y se concentra en que las alas anchas de su sombrero oculten su ascendencia extranjera inclinándolo hacia adelante, también espera que la abrigadora lana de su jorongo esconda el fino traje que lleva debajo.
El agua sigue cayendo y el atardecer pronto eclipsará la luz de día, una brisa fría hace que agradezca su grueso abrigo que a la vez es un buen disfraz. Un grupo de hombres de mal aspecto lo miran pasar, los ignora mientras desdobla con cuidado el papel que ha sacado del bolsillo de su saco; contiene una dirección que no debe estar lejos. No lo tranquiliza, todo ahí resulta amenazante. El miedo es algo que aprendió a dominar, también lo fue eludir las ocasiones de peligro, y lo último que quiere es terminar siendo asaltado. Camina sin mostrar temor, precisa encontrar el sitio en que se oculta el abogado de su tío y sabe de buena fuente que está cerca; la información le ha costado más monedas de las que contempló perder, pero es fiable. El hombre al que le pagó fue el criado de confianza del abogado y tenía para decir más de lo revelado a don Rodrigo. Por suerte para él, su don de convencimiento es más notable que el del administrador y aunado a un pago mayor, también hubo de persuadir al hombre de sus buenas intenciones.
Sigue avanzando sin asomar ninguna vacilación que deje ver su desconocimiento del lugar. Un trío de chiquillos pasa corriendo a su lado y alcanza a sujetar por el hombro al último de ellos, el más pequeño, de no más de ocho años. Intercambia con el niño en voz baja unas pocas palabras y al poco rato ya se encuentra siguiéndolo entre oscuras callejuelas. Al fin llegan al destino pactado y entrega al pequeño su recompensa. Examina el lugar, una vieja casa de dos plantas con las ventanas tapiadas, sin embargo, la luz de vela que se filtra por el marco de la puerta evidencia que hay alguien dentro. Toca fuerte sin recibir respuesta, no desiste. Toca dos, tres veces más hasta que escucha el murmullo de apagadas voces discutiendo. Una mujer criolla abre instantes más tarde, viste un vestido discreto que no demerita la elegancia de su portadora. Andrew la mira y ella le devuelve una ojeada temerosa.
—¿Doña Gracia Fuentes de Vallejo?
Un sobresalto sacude a la mujer al escuchar el nombre e intenta en vano cerrar la puerta. El visitante adelanta el pie derecho que queda entre la puerta y su marco, evitando que le cierre el paso. Entra a la casa de un empellón que abre de par en par la deteriorada puerta y obliga a la mujer a retroceder para no resultar golpeada. El interior del edificio está en ruinas, a la izquierda se ve un pequeño salón con pocos muebles cubiertos con sábanas polvorientas, frente a la entrada la escalera que da a la segunda planta y a la derecha una habitación de la que sale de inmediato un chinaco de aspecto fiero, el rostro picado por la viruela y una barba gruesa que no se ha afeitado en días. Entre sus manos y sostenido contra su hombro tiene un rifle que apunta hacia el intruso. A su vez, de entre la tela del humedecido jorongo que lo cubre, Andrew saca con la rapidez de un experimentado pistolero el revólver que durante la guerra fue su fiel compañero. No se encuentra indefenso y esa es la mejor ocasión de probarlo. El hombre mira el arma de reojo sin dejar de amenazarlo.
—Puede intentar matarme, señor, pero antes sepa que venderé cara mi vida —proclama el chinaco envalentonado.
—¡Deteneos! ¡Fernando, baja ese rifle! —ordena la mujer y enseguida vuelve su vista hacia Andrew —. Y usted, ¿qué pretende?
Él guarda su revolver apenas el otro hace lo mismo y en un acto de retrasada cortesía, se quita el sombrero mojado.
—Perdone mi descortesía, señora. No deje que mi presencia en este lugar la perturbe, he venido solamente a buscar al licenciado Fuentes. Entiendo que su hermana, la señora Gracia Fuentes de Vallejo lo acompaña ¿Es usted?
—¿Y puedo saber quién es usted? —cuestiona con arrogancia, aceptando que es quién supone el joven.
—Andrew Green, sobrino de don Joaquín Aranda. Solo pido ver a su hermano.
El gesto de doña Gracia se descompone en una mueca de recelosa preocupación, duda en confiar. Pasados unos instantes, le hace un ademán invitándolo a seguirla. Pasan al cuarto del que saliera Fernando con este siempre a las espaldas del joven, desconfiado y en guardia por si el inesperado visitante pone en peligro la vida de su patrona. En el sitio solo hay una tosca mesa de madera rodeada de cuatro sillas con asientos de cuero claveteado, una vela ilumina el lugar lo suficiente para saber que carece de las condiciones para ser habitado. La mujer toma asiento en una de las sillas con el porte de una dama de sociedad y pide a Andrew hacer lo mismo. Una vez que ambos están acomodados, Fernando se planta en la esquina de la habitación frente a Andrew sin quitarle el ojo de encima, no se fía de él.
—¿Quién le habló de este lugar? —cuestiona la anfitriona, clavados los ojos altivos en el joven frente a ella. El rostro apuesto y la amabilidad que refleja la instan a confiar en él. No obstante, la intriga que conozca su nombre y parentesco con su hermano.