Amor y guerra

Capítulo 17. La huida

Andrew para hasta muy entrada la madrugada, la noche fría le cala en los huesos. Sin embargo, quien más la resiente es Miguel que arde en fiebre por la mal curada herida en su costado. Tras ellos han quedado las luces nocturnas y serenas de la capital mexicana y adelante, campos negros y siluetas de altos árboles dibujadas por la luz de las estrellas y una blanca luna llena. El jinete jala con la fuerza de su mano derecha las riendas del frenético caballo que pese al cansancio se niega a parar y dejar de seguir el instintivo galope. Al final obedece bajo el peso de los dos hombres que lleva a cuestas. Con la mano izquierda, Andrew detiene el peso de su inerte acompañante mientras hace girar a la montura una y otra vez sobre sí mismo en busca de algún refugio seguro en las cercanías. No hay nada ahí que pueda cobijarlos, solo el llano y verdusco valle que más que protección ofrece el peligro nocturno de algún animal salvaje o peor aún, la amenaza de bandoleros y hombres malintencionados.

—¿A dónde debo ir? —se pregunta así mismo. Teme por su propia vida y por la de su acompañante. No ha tenido tiempo de asimilar lo sucedido en la vieja casona dónde encontró al abogado y conoce de sobra las serias implicaciones del acto temerario del hombre que lo acompaña.

Es un liberal consumado, un patriota que no teme morir por sus ideales o un conspirador, según juzgue la historia. Sin duda alguien digno de admirar con el que no hubiera deseado toparse en ese momento de su vida. Odia admitir que Thomas tenía razón al advertirle que en México no encontraría la paz anhelada sino otra guerra a la que enfrentarse. Un sonido que conoce bien interrumpe sus cavilaciones, más mecanismos diabólicos que le traen memorias que quisiera olvidar. Mira a su alrededor con la respiración agitada y de entre la negrura salen cinco hombres que apuntan hacia él los rifles preparados para acabar con su vida. Traga saliva y lucha contra el nudo en su estómago, los han atrapado. Entonces repara en los hombres que lo amenazan, iluminados por la luz del astro lunar sobre sus cabezas. Son indios y mestizos, entre ellos no hay soldados imperiales ni uniformes extranjeros. Uno da un paso adelante, acercando una curtida mano color bronce a la cabeza del caballo que aún monta. El animal responde a la caricia del cuidador que conoce con relinchos de gusto.

—Lo has traído a salvo —le dice a la montura para enseguida levantar la cabeza cubierta por el sombrero ancho y clavar unos profundos ojos negros en Andrew —, Y usté, no tema que, si quisiera matarlo, ya estaría tieso.

Asiente, no puede hacer más y se deja conducir por esos hombres al destino que han elegido. Camina junto al caballo que carga a Miguel sin que nadie vuelva a dirigirle la palabra. De vez en vez mira al hombre que le habló, es bajo y delgado, camina tan erguido que su presencia transmite el orgullo que debe ensanchar su pecho ajado por el tiempo. Indio y viejo, sobrio y sabio, eso le parece al americano que no puede dejar de sentirse intrigado por el enigmático personaje que logra identificar con aquel que le entregó bajo la lluvia las riendas del caballo que significó su salvación.

La caminata termina hasta casi entrada la mañana, han bajado y subido por entre colinas y arroyos para terminar en un relieve bajo cobijado por los cerros circundantes. El día abre la noche con la tenue luz que antecede al emergente sol y permite ver un jacal de paredes de adobe y techos de paja y madera. Cuatro de los hombres desaparecen en el verde del valle que devela la mañana. El viejo indio baja a Miguel del caballo y sin que se lo tenga que pedir, Andrew ata las riendas del caballo a un árbol cercano dónde hay agua y alimento para él. Lo libera de la montura, los estribos y todo lo que le pesa, dejándole solo la cabezada. Al terminar, acaricia el costado del brioso corcel. Es su hogar, de la bestia y del hombre que la cuida. Aún contrariado por lo acontecido la noche anterior, el joven entra tras los dos hombres a la humilde morada.

Miguel ya reposa sobre un lecho de paja y tela, la fiebre le causa espasmos; el indio lo atiende con una expresión imperturbable que hace estremecer a Andrew a la vez que lo intriga. Verlo cuidar del abogado le recuerda a su amigo irlandés, espera que, al volver a San Gregorio, si logra hacerlo dados los últimos acontecimientos, puedan arreglar sus diferencias y ser los amigos que siempre fueron. No espera a recibir invitación y se sienta en el suelo de tierra al fondo del jacal. Observa al hombre, sabe lo que hace y no pretende importunarlo con comentarios que presiente no serían bienvenidos. Él también precisa descansar y sin apenas darse cuenta cierra los ojos, entregándose a un sueño profundo.

Cuando despierta el hombre de bronce está a su lado, su cercanía resulta amenazadora, tanto que no sabe si es amigo o enemigo. No se mueve, dubitativo entre lo que debe hacer y solo atina a alzar la vista para encararlo. Por su parte, el viejo le extiende una taza de barro que contiene una bebida humeante. La toma sin dejar de mirarlo, huele a lo que adivina una infusión de hierbas desconocidas. Debe confiar, quiere hacerlo porque la lógica le dice que no miente y que si su intención fuera matarlo, no lo habría llevado hasta ahí ni cometería la cobardía de envenenarlo como lo hicieron con su tío. Bebe un sorbo y una sensación de alivio lo recorre de los pies a la cabeza, llevándose el frío que dejó el fresco de la mañana en sus huesos.

—Gracias.

—Debe irse —le advierte el hombre, alejándose y apostándose a un lado de la entrada.

—No lo haré hasta estar seguro de que él está bien.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.