Amor y guerra

Capítulo 19. Amorosa confesión

De a poco Rodrigo se ha recuperado, los cuidados del médico irlandés y de Alma han suscitado milagros en un cuerpo que pensó demasiado viejo para soportar un ataque de tal magnitud. Todavía le duelen las heridas que le dejaron los tiros del caporal, pero le da tranquilidad saber que ya lo buscan y que Alma se encuentra protegida bajo su techo. Sin embargo, algo lo inquieta. El envenenamiento de Joaquín, la desaparición de su abogado y médico de confianza, y encima el ataque contra su persona. Es imposible que sean hechos fortuitos. Si el asesinato del amo de San Gregorio era un enigma por si solo, lo que hay detrás es algo que se escapa a su imaginación.

Conocía a Joaquín desde que ambos eran jóvenes y era la clase de hombre que no deja entrar a su vida enemigos gratuitos, sus actos solo pueden ser juzgados por la carencia en ellos de decisión, no por maldad, nunca estuvieron encaminados a dañar a nadie más que al mismo Joaquín; no comprende que exista alguien que lo aborrezca tanto como para haber acabado con su vida y además atentar contra todo lo que estimaba, incluyendo a sus amigos y colaboradores. Algo no está bien, algo se le escapa. Una amenaza de la que no sospecha ni su nombre ni su origen. Deja las cavilaciones a un lado, hace un día que despertó y pese a las horas que lleva dormido, se siente cansado. El médico irlandés se lo advirtió, se negaba a creer que su condición fuera tan deplorable hasta que comenzó a sentir en los huesos el peso de los años y cicatrices que surcan su piel.

«Pero si ya eres un viejo, Rodrigo, ¿qué esperabas?» Piensa mirando la luz de la mañana que se escabulle por la ventana de la habitación vacía. Alma estuvo a su lado hasta muy avanzada la noche por lo que la imagina durmiendo, en realidad desea que así sea porque de otra forma no puede perdonarse el agotamiento y la angustia reprimida que notó en sus ojos al verla. Compadece a su hija, a su hija del alma, porque eso es para él. Atestiguó su nacimiento y la vio cambiar de niña intrépida a una mujer que sabe defender sus ideales. Agradece que no haya heredado la falta de carácter del hombre que la engendró, le evitará las penas que padeció Joaquín, aunque no puede augurar las que le acarreará, ni quiere hacerlo, no mientras él viva. En tanto le quede aliento, hará todo lo que esté en sus manos por evitar que algo la dañe. Por eso ha anotado como su máxima prioridad encontrar al asesino de Joaquín, ese cobarde que arremete por la espalda.

—Veo que ya está despierto —. La dulce voz de la joven que lo observa desde la entrada abierta de la habitación lo hace voltear hacia ella con una ligera y malograda sonrisa.

—Y tú deberías estar durmiendo —. Alma entra y cierra tras sí la puerta, alegre por encontrarlo tan recuperado luego de días en los que estuvo al borde de la muerte. Se aproxima a su lado y se sienta en el borde de la cama.

—Padrino, no sabe lo que temí perderlo —confiesa, cabizbaja.

—Tranquila. Estoy bien o pronto lo estaré.

La muchacha sonríe con los ojos humedecidos y toma entre sus manos la del administrador. Quiere decirle tanto, comprende que no es el momento ni es justo agobiarlo con la tormenta en su interior que la acongoja y la llena de duda. Hablarle a su padrino del hombre que ha cautivado sus pensamientos no sería correcto ni él lo entendería. Don Rodrigo sabe de política, de guerra y de sacrificio, conoce de ciencias y artes, pero duda que sepa de amor. Para eso necesitaría a su madre y hace mucho que yace enterrada en una tumba olvidada.

—¿Algo te perturba? —cuestiona él al verla dubitativa.

—Nada padrino. Tonterías, usted está bien y eso es lo único que importa.

Rodrigo percibe que le miente, sin embargo, la respeta demasiado como para hostigarla con cuestionamientos que pueden abrumarla todavía más. Los dos olvidan el tema al escuchar los golpes suaves de alguien que llama a la puerta. Alma se pone de pie de un salto y camina hacia la puerta, la abre solo para encontrarse con el regio rostro de Magdalena Aranda, fresca y descansada luego de una noche de reposo y un bien merecido desayuno. La dama le pasa al lado sin saludarla y dedicándole apenas un fugaz vistazo. Aliviada al ver a Rodrigo despierto, se le acerca con una expresión de dicha. Él no puede creer lo que le dicen sus ojos. Por un instante la confusión de ver al amor perdido hace que el poco tono que ha recuperado su rostro se transforme en un pálido mortecino.

—Oh querido Rodrigo, te he asustado. Lo lamento tanto —exclama sentándose a su lado —. Y tú ¿qué haces ahí parada? Ve inmediatamente por el doctor O’Donovan —ordena a Alma que mantiene una distancia prudente para no evidenciarse como algo más que la sombra que un criado es para quién sirve.    

Impactado por la inesperada visita, Rodrigo no reacciona y agradece cuando la joven sale de la habitación, dispuesta a sostener la farsa que han montado.

—Magdalena, ¿Me engañan mis ojos? Si es así, es el mejor sueño.

—Soy yo —sonríe —, más vieja y quizá menos bella, pero sigo siendo yo.

—Jamás serías menos bella —las palabras galantes de su antiguo pretendiente hacen que el rubor caliente las mejillas de la dama. Junto a él vuelve a sentirse la joven quinceañera que lo conoció tantos años atrás —. Me temo que solo tengo para darte la imagen de un viejo decrepito. Me avergüenza que me veas ahora que la vida se llevó mis mejores años. 

—No has cambiado. Dejemos las cortesías que nada significan entre nosotros, creo que hay asuntos más importantes de los que debemos tratar.




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