Amor y guerra

Capítulo 20. Un ataque cobarde

Septiembre comienza enfriando las noches de Puebla y su valle. Atardece lloviendo por lo que quienes habitan en San Gregorio procuran estar bajo techo una vez que el sol comienza a languidecer. La calma y la pasividad reinan en la hacienda, pero solo en el exterior, porque dentro se respira un aire de ansiedad. Tal vez la misma ansiedad que se manifiesta en los rincones apartados de la nación. Enfrentamientos entre franceses y mexicanos, en los que estos últimos se imponen pese a la austeridad de su armamento. Triunfos que nadie puede celebrar, queda un largo camino, sin embargo, los pilares se han levantado desde principios del año y el bando que apuesta a la república se permite saborear la victoria.

Rodrigo conoce los últimos sucesos; se alegra a medias, la muerte violenta de hombres honorables es algo que no puede festejar. Ha hecho cuanto ha podido por la causa, sabiendo que la osadía de sus actos podía acarrearle la muerte, se ha jugado entera la existencia. Hombres como él y como Miguel Fuentes son a los que la historia no nombra, los olvidados conspiradores que caminan entre las fauces del enemigo con la única certeza de que cualquier día pueden cerrarse sobre ellos y engullirlos para siempre. La suerte está echada para ellos, es el turno de quienes se juegan la vida en los campos de batalla y a él no le queda más que esperar el desenlace. Mientras tanto vive su propia guerra. Ahí, entre los muros de San Gregorio, entre la espesura de su arboleda y el polvo de sus rincones, se ha propuesto descubrir a un asesino.  

La inutilidad en la que lo dejaron las balas de Félix lo llena de impotencia y encima ha cometido la imprudencia de revelar a Magdalena más de lo debido. La chispa de rabia que vio brillar en sus ojos al saber la verdadera causa de la muerte de Joaquín lo hizo pensar en la temeridad a la que pueden llegar sus actos.

—¿Se siente bien, padrino? —. La preocupación de Alma lo sacude, la somnolencia que le provoca los analgésicos que Thomas le dio para calmar el dolor le hace olvidar que alguien lo acompaña.

—Estoy bien. Dime ¿cómo estás tú? He notado que algo te preocupa y sé que no soy yo o haberme visto despertar te habría calmado un poco.

—Padrino…

—Necesito que me perdones por haberte traído a San Gregorio. No era lo justo para ti, no así.

La joven escucha sin hablar lo que tilda de desvaríos causados por la medicación. Absorta por los recuerdos de los últimos días, por el sabor de los labios que aún percibe su boca, y por el hombre con el que pese a la pasión demostrada en sus encuentros no guarda la esperanza de un futuro. Quieta, permanece al lado de su padrino, lejana a la angustia que lo aqueja hasta que se queda dormido. Luego abandona la habitación tras apagar la lámpara que la ilumina y se encamina a la suya, necesita dormir, aunque presiente que el sueño tardará en cobijarla por lo mucho que ronda en su cabeza. Le cuesta cada vez más mantener la claridad en su vida, ya no anhela regresar al convento, quiere amar con libertad. Para su infortunio, la confunden los mutismos de Thomas, los instantes en los que su mirada esquiva le congela el alma y aquello que guarda para él y que desearía conocer.

“Si no fuera mi amigo, diría que nació para ser un ermitaño” le había dicho Andrew en alguna de sus muchas conversaciones. La impaciencia por descifrar al hombre del que se ha enamorado le oprime el pecho y una posible respuesta aparece ante ella, al abrir la puerta de su alcoba, en la forma de una hoja de papel doblada a sus pies. Mira a su alrededor como si quien la puso ahí estuviera todavía cerca, los pasillos de la casa chica no guardan más que las sombras de la noche. Enciende con ansía una lámpara y extiende la nota para leer su contenido. El nombre de Thomas estampado al final del mensaje la entusiasma, aún más lo que lee. Pide verla a solas para hablar, algo que no la alerta porque confía en él. Tampoco la previene la hora del encuentro, antes del amanecer del siguiente día, lo único que la desconcierta un poco es el lugar donde la esperará. Lo conoce bien, es un pozo caído en desuso fuera de los muros de San Gregorio. No le da importancia al detalle, su ilusionada cabeza piensa lo que motiva tal petición. Sueña despierta en una declaración abierta del amor que anhela e imaginándolo se duerme.   

Antes de que San Gregorio despierte, Alma se escabulle por los recovecos de la casa chica, sale y atraviesa la arboleda. La pasión enardecida en sus venas mestizas apaga cualquier atisbo de prudencia. Todo en ella pide verlo, sentirlo una vez más, escucharlo pronunciar las ardientes palabras que la hacen tocar el cielo. Atraviesa la puerta principal, esquivando en un descuido la celosa mirada del portero. Para cuando consigue llegar al sitio acordado, una lánguida mañana de nublado cielo baña el horizonte y los campos. En el viejo y seco pozo no encuentra más que soledad y decide darle tiempo al hombre que le ha robado la voluntad. Nerviosa camina de un lado a otro, pisando la misma tierra una y otra vez.

¿Qué le dirá? ¿La besará o querrá algo más? «No» se responde, para algo más la habría llevado a la habitación como ya lo hizo antes. Es un caballero y lo que quiera tomar de ella lo tomará en una blanda cama y no en el burdo terreno de un desierto paraje. Intenta conservar la calma, hasta que un sobresalto la perturba al escuchar el casi imperceptible sonido de unos pasos que se acercan. Voltea entusiasmada a la dirección en dónde busca verlo aparecer, pero quien se asoma por los arbustos que circundan la zona no es quién espera. Por el contrario, es la viva imagen de la traición, el grotesco rufián que se atrevió a disparar contra su padrino. Las piernas se le paralizan, la ira y el miedo se le entremezclan, aturdiendo su mente. No atina a correr ni gritar, suspiros de indecisión que le costarán caro. La presencia de Félix significa una sola cosa: peligro, latente y más cercano de lo que quisiera.




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