Amor y guerra

Capítulo 21. Desconfianza

Los ojos de Rodrigo se clavan en el duro rostro ennegrecido por el sol del sargento que le informa sobre el avistamiento de Félix en las cercanías, lo que escucha lo hace palidecer de preocupación, también de impotencia por no haber podido acabar con la amenaza del rufián. Magdalena y Thomas se encuentran a su lado, ambos se dan cuenta de que el encuentro lo está perturbando al límite de lo que permite su fuerza, debilitada por las balas recibidas.

—¿Por qué sus hombres no lo vieron antes? —cuestiona enérgico y el esfuerzo le provoca un martilleo en la sien.

—Patrullaban lejos del sitio dónde se le vio. No se preocupe, desde hoy mismo duplico los hombres si es necesario.

—Eso espero o me dará clara evidencia de su incompetencia —. El hombre aprieta los dientes, sin hacer más visible la mortificación que le causa su falla. Se despide con un asentimiento de cabeza dejando a Rodrigo con el gesto contraído por las noticias recibidas.

—Debe calmarse —recomienda Thomas. La edad de su paciente no ayuda a su mermada salud y teme que ese tipo de disgustos alarguen su recuperación.

—Haz caso a Thomas, Rodrigo. Ya el sargento nos ha asegurado que un descuido así no volverá a suceder —agrega Magdalena, en el fondo se siente igual de crispada.

Poco los escucha, meditabundo. Mira a la ventana, sobándose las sienes adoloridas por la presión de su sangre enardecida. Cae de pronto en la cuenta de que no ha visto a Alma y recuerda que le prometió visitarlo temprano la noche anterior. La expresión de quien ha olvidado lo más importante lo delata y sus acompañantes adivinan que algo más grave lo afecta.

—¿Se siente bien? —pregunta su médico con la seriedad de profesional que se ha vuelto su mejor máscara.

—Sí. sí —afirma, obligándose a recuperar la calma. Frente a Magdalena debe hacerlo —. Lo que sucede es que la muchacha que me atiende no ha venido aún y tengo encargos para ella —explica esperando que el irlandés comprenda el verdadero significado de su queja.

—Iré a buscarla ahora mismo —anuncia el irlandés.

Le bastan pocas palabras para comprender la angustia de Rodrigo. Teme que el acercamiento del caporal a San Gregorio haya puesto a Alma en peligro por culpa de ese secreto que la rodea y que ni el administrador ni el mismo Andrew han querido compartirle. Los maldice por negarse a poner las cartas sobre la mesa, por no decirle quién es en verdad Alma Suárez. Conoce su nombre, su apellido único que en ese país significa que no conoció a su padre, también logró averiguar su edad, ha probado sus labios y la ha sentido estremecerse en sus brazos; pero ignora quién es. Tras el disfraz de criada que ha decidido usar se esconde la mujer que ama y necesita descubrirla. Tanto como necesita saber lo que la ha puesto ahí, a las órdenes de otros cuando en más de una ocasión le ha demostrado que fue educada para mirar de igual a igual a quién sea y no como lo hacen los miserables que son explotados a beneficio de otros. Alma tampoco ha sido honesta, aunque no puede reclamar nada cuando él tuvo intenciones escondidas que lo avergüenzan y quiere olvidar.

La busca por la casa chica y en la habitación en la que apenas un vistazo le hace recordar ese primer beso que le robó el corazón. Al no encontrarla se encamina a la casa principal. Al comenzar a internarse en la arboleda que separa ambas residencias, distingue una figura cabizbaja que va a su encuentro y que reconocería hasta en la noche más oscura. Sonríe adelantando sus pasos hacia ella. Sin embargo, una vez que se cruzan, su entusiasmo es correspondido con una lacerante frialdad. Ella se niega a mirarlo y cada gesto lo rechaza, los ojos que ama de pronto se han vuelto esquivos e indiferentes, igual la boca que lejos de sonreír muestra una mueca disgustada. La rodea un muro impenetrable que le congela dentro. Lo desconcierta el súbito e inexplicable cambio de actitud hacia él, también los cabellos húmedos que le caen en cascada sobre espalda y hombros, recién lavados y con olor a lavanda. Tampoco alcanza a imaginar porque viste el gris y rudimentario vestido de una sirvienta americana.

Por escasos instantes permanecen parados uno frente al otro. Alma lo ignora, su rostro contraído le dice a Thomas el enorme esfuerzo que le cuesta lograrlo. Habría podido omitir todo en aras del amor que le profesa, pero se le vuelve imposible cuando sus ojos se detienen en la amoratada magulladura que inflama el pómulo de la muchacha.

—¿Qué te ha sucedido? —cuestiona con sincera preocupación y en un impulso, acerca su mano al rostro femenino. Ella se aparta con violencia, rehuyendo al contacto.

—Nada que sea de su interés, señor O’Donovan. Únicamente una caída ocasionada por mi torpeza —explica con desdén y su veneno la daña por dentro. Al salir de la habitación de Emily pensó poder verlo a la cara sin quebrarse. Para su infortunio, le cuesta tenerlo cerca sin dejarse llevar por la necesidad de abrazarse a él y sentirse cobijada.

El rostro del hombre se endurece, no sabe si creerle o no. No obstante, la rudeza de su respuesta lo convence de que su presencia no le resulta grata por algo que no alcanza a imaginar.

—Permíteme al menos revisarte. ¿Te lastimaste algo más? —indaga, sintiendo una frustración que crece más a cada evasivo respiro de Alma.

—Lo único que necesito es que me deje tranquila… ¿Qué más espera obtener de mí? —exige, clavando en él unos ojos heridos y desengañados que cortan de tajo cualquier ilusión.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.