Amor y guerra

Capítulo 22. Prejuicios

Por el resto del día Thomas permanece en la soledad de su habitación. Presenta antes sus disculpas a Magdalena y a Emily por no acompañarlas ni a la comida ni a la cena; no quiere ver a nadie, se siente apático a todo lo ajeno a Alma. Saberse amado por ella lo colmó de una inesperada dicha, luego su actitud lo llenó de inquietud. La ama y daría lo que fuera porque ella fuera clara con él. La censura que vio en sus ojos lo hiere. Desconoce la causa, por más que trata de repetir cada palabra y encuentro. Piensa en si sus besos por fin han conseguido ofenderla, aunque de ser así, el disgusto no habría llegado tan tardíamente. La muchacha mestiza que le robó el corazón disfrutó tanto como él de esas caricias, no le cabe la menor duda. Debe haber algo más, algo que quisiera saber, pero que no encuentra momento de averiguar por temor a encontrarse otra vez con esa frialdad que quema como hierro ardiente. Esa noche el sueño no lo acompaña, es imposible dormir con la incertidumbre oprimiéndole el pecho.

Despierta tarde, cuando el sol tibio corona el cielo. Ignora cuándo se quedó dormido. Es tarde para el desayuno y no tiene ánimo, no obstante, la cortesía le exige saludar a Magdalena y a Emily. En el comedor ya no encuentra a nadie, solo a la joven rubia en el patio de la casa.  Ella disfruta de las caminatas matutinas y se dispone junto a Sarah para atravesar la arboleda en rumbo a la casa chica, la cual aún no conoce. Thomas se queda de pie observándola, el sol mexicano realza su belleza hasta un límite insospechado.

«¿Se puede ser tan bella?», piensa. Emily le parece la personificación de un ángel piadoso. Va a su encuentro y ella lo recibe con una sonrisa.

—Thomas. Extrañamos su compañía en el desayuno —saluda con sinceridad, dejándose llevar por la sensación de que en ese lugar puede romper con la hipocresía de la alta sociedad americana y permitirse saludar libremente a un amigo.

—Debo disculparme. Nuestras charlas de sobremesa son gratificantes, pero ayer no me sentí del todo bien.

—Espero que ya se sienta mejor, prefiero no prescindir de usted.

—Se lo agradezco —responde halagado —. ¿Va usted a la casa chica? Imagino que Magdalena ya se encuentra allá.

Ella asiente y Thomas se ofrece a acompañarla, en el fondo espera poder ver a Alma mientras cumple el deber de revisar a Don Rodrigo.    

—¿Puedo preguntarle algo? —dice Emily en tanto ambos se adentran por el sendero que atraviesa la arboleda.

—Puede preguntarme lo que quiera, Emily.

—¿Conoce usted bien a las mujeres que sirven en casa del administrador? Me refiero a una en especial, tiene unos ojos preciosos y es muy joven.

Sintiendo un nudo en la garganta, el irlandés desvía la mirada con el gesto endurecido; sabe de quién habla y la mención a Alma es suficiente para recordar la amargura de su pasado encuentro. A Emily le basta para darse cuenta de que ambos se conocen más de lo que quieren admitir. Aún tiene presente la rotunda negativa de la muchacha a que Thomas la viera luego de ser atacada, y está empecinada en averiguar el motivo. Ha pensado tanto en Andrew desde que a hurtadillas leyó la carta dónde él rompía su compromiso que lo acontecido con la misteriosa sirvienta le da un respiro a su inquieta cabeza.

—Lamento si mi pregunta lo incomoda —señala.

—No piense eso —dice él, apaciguando el desconcierto en su interior. Solo se queda con un dejo de tristeza en su semblante que no logra ocultar —. Conozco bien a Alma. Bueno… — recapacita con amargura —, no tan bien.

—Thomas. ¿Ella es de su particular interés? —. A él no le resulta fácil disimular que aquella conversación lo afecta en lo más hondo, se para en seco y le dedica una mirada severa de la que se arrepiente, y vuelve a andar con la vista clavada en el camino frente a ellos. Al ver que no responderá, Emily sigue hablando —, Esta vez sí lo he disgustado, perdóneme. Usted apenas me conoce, pero debo confesar que desde que llegué a San Gregorio he sentido una inexplicable confianza. Tal vez el hecho de que sea amigo de Andrew… Lo que intento expresar es que lo considero un buen amigo y ayer que conocí a Alma.

—¿La conoció? —interrumpe Thomas, mirándola con interés.

—Sí, ella sufrió un accidente. Sarah y yo la asistimos lo mejor que pudimos.

—¿Por qué no me llamaron?

—Se opuso terminantemente —. La respuesta lo desconcierta y se queda pensando en ella, mientras su acompañante vuelve a lamentar su comentario —. Lo siento, no alcanzó a comprender porque lo pidió así. Creo que fue porque usted le importa demasiado. Aunque haya pedido lo contrario, me dio la impresión de que lo que más quería era verlo. Tal vez esa linda joven guarde hacia usted sentimientos que ignora y me inspiró tanta simpatía que no quisiera que por ser una sirvienta usted…

—¿Qué es lo que teme? —cuestiona con rudeza. Emily baja la mirada, avergonzada, haciéndolo arrepentirse por su descortesía —. Perdóneme. Usted no es culpable de nada, pero le ruego que no intenté ver algo más. Yo no soy Andrew y Alma no es usted.

Sarah que los sigue, escucha lo último y mira preocupada como Emily esconde cabizbaja lo mucho que deben dolerle esas palabras. 

—No quise ser entrometida.

—Yo la admiro de una manera que no imagina —confiesa Thomas —. Sé que vino a San Gregorio a luchar por el amor de Andrew aun cuando él nunca la ha valorado como es debido. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo conserva la esperanza cuando a quién ama le da la espalda?




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