Amor y guerra

Capítulo 23. Celos

El miedo le atenaza el espíritu, mermando su temeridad, pero conoce lo importante de su misión y sale a la negrura de una noche que parece tragarla. Entre su rebozo lleva aferrada con dedos temblorosos el arma de don Rodrigo y en más de una ocasión mientras se dirige a las caballerizas siente que alguien la acecha desde las sombras. No voltea por temor a encontrarse con el espanto que significaron los ojos saturados de lujuria de Félix. Por momentos, se arrepiente de haber convencido a su padrino de permitirle ir sola y para calmar su angustia imagina a Thomas caminando a su lado, tomando con su mano protectora la suya. Luego se lamenta ante lo imposible de su anhelo, el hombre que ama le ha demostrado que no puede fiarse de él y no quiere guardar la esperanza de un amor bien correspondido en dónde no hay más que el humo de la pasión. Ese día le ha costado luchar contra sí misma y resistir el impulso de verlo, está decidida a no caer de nuevo en la trampa de sus besos. Si se lo permite otra vez no tendrá valor para alejarse nunca más. Él tiene ventaja sobre ella y no quiere sentirse tan vulnerable, no hasta que conozca sus verdaderas intenciones. El lugar donde se encontrará con Lorenzo luce desierto, tanto como el resto de San Gregorio, y la lluvia que cae comienza a enfriar su piel. La preocupa el retraso del chinaco, pero pasado un corto tiempo lo ve llegar y su presencia atenúa el temor que la invade.

—Lo siento Almita. Este chubasco no deja ver camino —saluda él, llegando a su lado.

—Lo importante es que has llegado con bien. Espero no hayas tenido mayor dificultad que sortear la tormenta.

—Solo eso. Esta tarde vi soldados rondando San Gregorio, y cuando no llegaste supe que debía buscarte aquí.

—¿Cuidaste que los soldados no te vieran?

—Lueguito me fui a meter con mi compadre que vive al otro lado de aquella loma. ¿Te acuerdas de él? —dice señalando una colina en cuya silueta se reflejan los relámpagos —, Para allá me voy ahorita y ya mañana alcanzo a la tropa. ¿Por qué hay tanto soldado? ¿Ha pasado algo?

Alma se queda en silencio un instante, recordar lo sucedido a su padrino le crispa los nervios y aviva la rabia hacia el caporal.

—El caporal de las Ánimas. Ese maldito intentó matar a mi padrino.

—¿A don Rodrigo? —cuestiona asombrado el chinaco —. ¿Salió vivo?

—Dios quiso que errará el tiro de gracia, pero no se conformó con eso…Y… —hablar se le vuelve de pronto una tarea titánica al sentir el ataque de Félix como una vergüenza con la que le cuesta lidiar —, estuvo ayer por San Gerónimo… El canalla intentó forzarme a estar con él —confiesa al fin sintiendo como las palabras la atragantan.

—¡Maldito perro! —. El ruido de los truenos ensordece la voz indignada de Lorenzo —. Te juro que lo mató.

—No me causó más daño que algunos golpes, aunque sus intenciones eran todavía más perversas.

—¿Él te hizo esto? —pregunta tocando el inflamado pómulo de Alma con la suavidad de una caricia fraternal. Ella asiente y los ojos se le llenan de lágrimas que enseguida ocultan las gotas de lluvia que bañan su rostro lacerado —. Lo mataré, Almita…con estás manos, te lo juro.

La muestra de solidaridad de Lorenzo conmueve a la muchacha. Le sonríe con tristeza y toma entre las suyas la mano áspera que ha querido borrar el golpe que dejó la villanía del caporal.

—No será necesario que manches tus manos con esa sangre vil —suspira antes de continuar, siente que le pesa respirar —. Mi padrino quiere que le digas al coronel que lo atrape si es que no interviene en sus planes. Antes de que lo hagan pagar por lo que hizo, necesitamos que confiese a quién sirve ¿Quién le ordenó dispararle?

—No te preocupes por eso Almita. Es fácil hacer hablar a esos perros cobardes.

—Pero el coronel quizá no tenga hombres para buscarlo.

—Diga lo que diga el coronel, si no quiere enviar a nadie, yo mismo iré y lo sacaré de su escondite. Eso te lo prometo, por esta —promete besando la cruz que forma con el dedo índice y el pulgar.

—Gracias Lorenzo, por todo. También necesito que entregues esto al coronel, ya tienen las armas y los hombres que le pidió a mi padrino, en la carta viene el detalle —explica extendiéndole el mensaje que redactó para Rodrigo.

Hablan un poco más en torno a lo mismo antes de despedirse y una vez que la muchacha lo ve desaparecer en las sombras de la noche, emprende el regreso a la casa chica. Adentro reina el silencio perturbado por el rugir del cielo, el temporal le causa un escalofrío así que camina con rapidez rumbo a su habitación. Antes pasa a donde Rodrigo la aguarda despierto. El hombre se alegra al ver que todo ha salido según lo planeado y la despide con un afectuoso beso en la frente. Ella reemprende su camino y al llegar a la alcoba vacía cambia las ropas mojadas por un camisón de dormir de suave algodón que la reconforta. Siente los músculos pesados por el cansancio de la furtiva escaramuza, aunque bien lo vale la satisfacción de entregar los dos mensajes como su padrino lo pidió; ser útil a la causa liberal la enorgullece. Por fortuna logra conciliar el sueño apenas entra en la cama y el cobijo de las mantas tibias amortigua el frío de su piel.

Unos golpes en la puerta la despiertan al poco rato y temiendo que algo malo le haya sucedido a su padrino, se levanta y abre sin preguntar para enfrentarse con los ojos azules que lleva tatuados en el alma. Una ahogada exclamación de sorpresa escapa de su boca y sin aliento mira como Thomas empuja la puerta, irrumpiendo sin darle tiempo a oponerse. Una vez más se encuentra encerrada en su propia alcoba junto al que se ha vuelto su tormento. Parece otro, su apariencia desaliñada nada conserva del pulcro médico irlandés; se ha quitado el saco, lleva el chaleco desabotonado y la camisa remangada. El cabello lacio revuelto y humedecido, los ojos inyectados en rojo sangre y el semblante vuelto un manojo de violentas emociones que la hacen su blanco apenas la tiene enfrente. Lo contempla bajo la brillante luz de luna llena que se cuela por su ventana y teme lo peor al ver el fuego que arde en sus pupilas. Piensa en gritar, pero no quiere que su padrino lo encuentre ahí y se vea obligado a responder por su honor. Además, algo dentro le dice que aguarde, que él es incapaz de causarle daño pese a parecer un animal herido a punto de atacar. Por un largo instante, el único sonido son las agitadas respiraciones que los sacuden a los dos, halando del delgado hilo que la tensión ha creado entre ellos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.