Amor y guerra

Capítulo 26. Donde manda el corazón

La infructuosa búsqueda de Andrew y una sensación de culpabilidad insoportable tienen al borde del colapso a Rodrigo. Desde la desaparición de Alma no ha parado de montar en su mente los peores escenarios, las pesadillas que atormentarían a cualquier padre. Se reclama así mismo no haber incrementado la vigilancia luego de enterarse del ataque de Félix. Haberla enviado al encuentro de Lorenzo fue una imprudencia de la que no paró de arrepentirse hasta verla regresar con bien, que poco le duró la tranquilidad. Entre más horas pasan desde la desaparición de la joven, más siente que no volverá a verla. La idea le provoca el deseo de morir, y se obliga a mantenerse firme en su empeño de encontrarla, incluso ha logrado ponerse de pie con ayuda de Magdalena que no deja de acompañarlo y prodigarle consoladoras frases. Él lo agradece. En el fondo lo único que lo reconfortaría sería tener la fuerza de montar un caballo y recorrer campos, cerros, montañas y el valle entero en busca de Alma. Con la llegada de la noche seguida de un nuevo día, su angustia llega al punto de enloquecerlo. Únicamente un calmante logra tranquilizarlo y hacer que recupere el sueño del que escaseó su noche.

Una vez que Rodrigo duerme, la sombría habitación se queda sumida en un silencio sepulcral. Thomas sale de ahí y camina por las galerías de la casa chica, atraviesa el patio abandonándose más a cada paso hasta llegar a la puerta doble de madera. La atraviesa y se queda de pie en el arco del umbral, inmóvil contemplando la arboleda, soñando con ver aparecer a Alma. Piensa en lo injusto de Andrew: no lo ha dejado participar de la búsqueda amenazándolo con revelarle sus atrevimientos a don Rodrigo. Como médico, sabe que lo que menos necesita el administrador en ese momento es agotar las pocas fuerzas que le quedan enfrentándolo por su poco honorable actitud para con una joven que ahora sabe es como una hija para él. Que tarde lo supo, cuánto dolor pudo haber evitado de conocer esa sencilla verdad.

¿Por qué Alma no se lo dijo? Tan poca confianza le inspira a la mujer que ama. Las dudas lo martirizan; ya no van encaminadas a ella sino a sí mismo. Siente un hueco profundo, algo que solo pueden sanar los apasionados ojos mestizos que pronto aprendió amar. Magdalena lo observa con una seriedad imperturbable desde una distancia prudente, salió tras sus pasos y le basta verlo para saber que lo ocurrido lo aqueja demasiado.

—Lo que hiciste es imperdonable. Lo sabes.

Él aprieta los labios al reconocer la voz a su espalda y sigue mirando a la nada, sintiendo las palabras de la mujer como el refuerzo a una condena que ya se ha impuesto a sí mismo. Al notarlo tan abrumado, Magdalena se aproxima y pone en el ancho hombro una mano caritativa.

—Thomas, sé que sufres por lo sucedido ¿por qué te empeñas en demostrar que no es así?

—¿De qué serviría la verdad? —cuestiona, sin atreverse a mirarla.

—Si te permitieras ser honesto, Andrew no pensaría tan mal de ti.

—No te ofendas, pero lo que piense tu hijo ha dejado de importarme. Él ha hecho su juicio y lo conozco demasiado bien para saber que no hay nada que pueda hacer para cambiarlo.

—Si no es Andrew o lo que piense lo que te tiene así entonces debe ser Alma.

El hombre traga saliva, Magdalena ha dado en el clavo. Deja que sus parpados cubran los ojos cristalinos que revelan su pena. Un hondo y acongojado respiro le da el valor para encarar a a su acompañante y permitirle ver en sus pupilas azules la culpa que lo atormenta.  

—¿En verdad la amas? —. Asiente sin dudar ni luchar contra esa verdad que se le ha vuelto opresora. Casi de inmediato, siente la liberación de compartir con alguien querido lo que tan celosamente ha guardado en su corazón —. Creí que estabas enamorado de Emily… Fui dura contigo por eso y no me dijiste nada.

—También lo creía. Pero lo que siento por tu sobrina es más intenso. La extraño, lo que más deseo es pedirle perdón —suspira apesadumbrado —. Me duele solo pensar que está allá afuera. Sola, tal vez en peligro y que yo no puedo hacer nada. Tu hijo me ató las manos. Estoy tan desesperado que antes de que me hablaras pensé en salir corriendo de este lugar que se me viene encima.

—No lo hagas, Andrew es perfectamente capaz de cumplir su amenaza y ahora sabes lo que Rodrigo significa para Alma.

—Lo sé y por eso he permanecido en esta casa que es lo único que me queda de ella, nada más puedo hacer que cuidar de él —afirma y vuelve la vista a la arboleda.

Enternecida, Magdalena toma entre las suyas la mano del irlandés.

—¿Qué fue lo que en verdad sucedió? Yo no creo como Andrew que hayas tenido malas intenciones para con Alma. Te conozco y sé que eres hombre de una sola pieza —. Un largo silencio es la única respuesta. Entonces Thomas deja de lado su contemplación y clava sus ojos en los de la mujer.

—No lo soy, te has obligado a creer esa mentira. Andrew me ha descrito mejor que tú. Me he comportado como un canalla y te confieso avergonzado que tu hijo no está del todo equivocado, cuando me acerqué a Alma lo único en lo que pensaba era en darle una lección a él —. Magdalena ahoga una exclamación de desazón que no manifiesta para no herir más al hombre a su lado, ver su arrepentimiento le basta para disculparlo en parte, aunque sigue queriendo saber lo ocurrido —, Me enfureció ver con que poca culpa rompió el compromiso con la señorita Sherwood. Desde que llegamos a San Gregorio, Andrew sintió agrado por Alma y yo…




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