Amor y guerra

Capítulo 29. Volver a verte

Thomas esquiva el primer puñetazo arqueándose hacia atrás. Hace tiempo que no pelea sin más arma que sus manos y recuerda bien cómo hacerlo, las riñas callejeras fueron su forma de vida durante los lejanos años de adolescencia, de los que logró rescatarlo la confianza que Magdalena depositó en él. Al pensarlo baja la guardia, también a ella le falló al lastimar a Alma, es su sobrina y tanto quiso a su hermano que es fácil intuir que la muchacha ya tiene su cariño por ser hija de quién es. Su rival se da cuenta de su descuido y vuelve a atacar, logrando estrellar su puño moreno contra la mandíbula del irlandés. Este trastabilla hacia atrás; no cae, solo se inclina un poco para recuperarse del artero ataque. Un círculo de hombres se congrega pronto a su alrededor al grito de uno de ellos alertando sobre el enfrentamiento. La boruca y apuestas a favor de Lorenzo no se hacen esperar. Un bullicio ensordecedor se adueña de todo el campamento. Apoyado por sus compañeros, el chinaco vuelve a lanzarle un golpe, Thomas está preparado y se inclina ágilmente haciendo que su contrincante se desequilibre. Lo toma por la espalda de la chaqueta y lo devuelve para atrás solo para clavar un puño de acero en sus costillas. Sin aliento, Lorenzo se va de lado, logra sostenerse en pie por poco ayudado por los camaradas con los que colisiona. Mira al extranjero con una ancha sonrisa y el cuerpo doblado a causa del dolor.

—Vaya doctorcito, sí sabe golpear. Después de todo no es el señorito mimado que pensé —comenta respirando con dificultad.

—¡Cállate que todavía no terminamos! —vocifera Thomas. El desprecio vibra en su voz.

—No, todavía no —acepta el otro, yéndosele encima.

Certeros reveses y más de un golpe que hace sangrar a los dos siguen animando la pugna. El ojo izquierdo del médico se encuentra lacerado por uno de los golpes, mientras que a la boca de Lorenzo ya le falta un diente y sangra profusamente. Las magulladuras en ambos rostros también dan cuenta de la rabia que se dedican. Entonces un grito se alza por entre todos los demás, el grave vozarrón del coronel hace callar a sus subalternos a una sola orden.

—¡¿Qué diablos sucede?! —cuestiona con dureza y la expresión severa.

La multitud se ha abierto para darle paso y termina apostado frente a los dos hombres. Lorenzo que cayó al suelo con el último puñetazo, se levanta, cuadrándose como un obediente soldado. El chinaco se lleva la mano al rostro para limpiarse con el puño de la chaqueta la sangre que lo empapa, no puede pese a que lo intenta evitar que un quejido escape de sus labios. Thomas en cambio sigue exaltado y le cuesta comprender que ha llegado el final. Lo hace cuando una furtiva mirada a dónde se encuentra el coronel lo hace olvidar todo lo demás: Alma lo observa con reproche, apenas puede mantenerse en pie y se aferra al brazo del coronel para no desfallecer. El caos generado por la pelea la sacó de su somnolencia y no dudó en salir al saber por uno de los capitanes cuando se lo informaba al coronel quiénes eran los implicados. Un silencio sepulcral cae sobre todas las cabezas y los hombres contienen la respiración, temerosos por las reprimendas de su superior.

—Quiero que todos se larguen a cumplir las órdenes que se les han dado —exige. La comanda es repetida por los dos capitanes. Tan rápido como se reunió, el montón de rostros morenos y curtidos se dispersa hasta que solo el coronel junto a Alma queda frente a los dos hombres —. Te dije que no te atrevieras a molestar al doctor, Lorenzo. Ya estoy harto de tus insubordinaciones. Tal vez deba azotarte, parece que es la única forma para que comprendas que soy yo quién manda y que no puedes ir haciendo lo que se te pegue en gana.

La joven baja la vista apenada por la situación en que su impulsiva huida puso a Lorenzo, no desea que él pague las consecuencias. Al verla, Thomas se da cuenta muy a su pesar de lo importante que es el chinaco para ella.

—No ha sido culpa suya, coronel. Yo lo provoqué y no puede culpar a un hombre por responder a un desafío —refuta, manteniéndose firme pese a sentirse avergonzado por la presencia de Alma y sus ojos que lo traspasan como lanzas. Decide sostenerle la mirada al coronel puesto que verla le resulta imposible.

—Espero no me crea estúpido, doctor. Puedo imaginar lo que sucedió. Pero ya ajustaré cuentas con este bruto —amenaza señalando a Lorenzo —. Y usted señorita ¿puede mantenerse en pie? —le cuestiona a Alma. Ella asiente —. Siendo así la dejó con su médico, quiero que ambos se vayan de aquí lo más pronto posible. Y tú, sígueme.

Sin decir más, el coronel da media vuelta y se dirige a su tienda. Antes de ir tras él, Lorenzo dirige una mirada a su oponente y se da cuenta que está prendado de la mujer frente a ellos. Sonríe socarrón al darse cuenta de su indiscreción.

—Creo que me equivoqué con usted, doctorcito. Por como la mira puedo ver que Almita se le ha metido bien adentro —. El abatido rostro del irlandés gira hacia él.

«Tan adentro que duele como la herida de un cuchillo» piensa sin que las palabras salgan de la tensa línea que dibujan sus labios. Lorenzo descifra bien su silencio.

—Si le sirve de consuelo: ahora sí que puedo respetarlo —Sonríe en una desfigurada mueca y comienza a caminar. Al pasar junto a Alma, se detiene un instante y toca el hombro de la muchacha.

—Lamento el lío en que te metí —dice ella, afectada por lo que su errónea decisión ha ocasionado. ¿De qué sirvió haber escapado de Thomas si la encontró sin dificultad? No puede creer la suerte del canalla.




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