El sol languidece para cuando los enamorados regresan al campamento. Comieron, bebieron e intercambiaron amorosas confesiones durante horas. No hay rastros del padecimiento que tendió a Alma en cama ni de la fiebre; mirándola, Thomas siente que se redime la parte de sí mismo que perdió años atrás. La inocencia que dejó en su natal Irlanda, junto a la promesa de volver a la tierra que lo vio nacer y vivir como lo hizo su padre y el padre de él antes, así por incontables generaciones. Con la muchacha mestiza ese deseo vuelve a renacer: anhela una vida sencilla y una familia. Por desconcertante que le parezca, lo piensa cuando contempla a la joven que ama. Quiere compartir con ella su vida y envejecer a su lado, cuidarla. Ha decidido dejar todo en el olvido, la revancha que lo hizo acercarse en un principio, las dudas que crearon tantos maliciosos comentarios en torno a ella, lo que alguna vez sintió por Andrew. Todo se disipa, dejando solo el sentimiento que le profesa.
—Te has puesto serio otra vez. ¿A dónde vas tan seguido que no puedes llevar a nadie? —cuestiona ella. Antes de que pueda responder, el coronel sale a su encuentro.
—Veo que ya se siente mejor, señorita Suárez —saluda el militar, plantándose frente a ellos con las manos cruzadas por delante.
—Lo estoy, coronel. Gracias por su preocupación.
—Me alegra. Entonces supongo que ya decidieron cuando partir.
—Mañana apenas salga el sol —responde Thomas. El coronel asiente, conforme con lo que escucha y mira de reojo a Alma.
—Por lo que veo es usted un excelente médico. Ayer pensé que esta muchacha se me moriría en los brazos —ante el comentario, Alma mira al aludido con una mezcla de orgullo y amor ensanchando su pecho.
—Lo es. Salvó a mi padrino.
El médico cruza la mirada con Alma, encuentra aquella admiración que creyó perdida y que lo hace desear ser el hombre que ella ve. Al instante reflexiona lo que escuchó: Don Rodrigo es su padrino, es la razón de que la haya cuidado y de su cercanía. Una media sonrisa asoma a sus labios, que ironía se le antoja haberse atrevido a pensar mal. Siente el impulso de pedirle perdón, pero la mirada indiscreta del coronel sobre ellos lo vuelve a la realidad. Solo permanece lo gratificante de que ella comience a confiar en él.
—Don Rodrigo tuvo suerte de que estuviera usted a su lado.
—Al contrario. Fue una suerte para mí poder ayudarlo.
El coronel conoce a don Rodrigo, otra revelación para Thomas. Tanta relación y familiaridad, Lorenzo y las solitarias caballerizas. Su mente empieza a descifrar el acertijo. Se siente torpe por no darse cuenta antes. Las charlas del administrador, la exaltación al gobierno liberal a cada palabra: Es un republicano, no cualquiera sino un conjurado colaborador. Sus ojos se clavan en la mujer junto a él. ¿Acaso Alma se ha prestado también a esa guerra? Él odia la guerra y lo que significa, ningún conflicto vale la pena para él, ya tuvo para hastiarse con la que luchó al lado de Andrew. Las facciones se le ensombrecen ante la posibilidad de que la mujer que ama esté involucrada.
—Será mejor que descansen. Los llevaré a las tiendas que mandé a disponer para ustedes —la voz grave del coronel lo sacude, volviéndolo a la conversación. Alma lo mira adivinando que algo cambió sin imaginar la razón. No obstante, se limita a aceptar la disposición del militar y siguen al hombre —. Mañana no estaré para despedirlos. Si necesitan algo, lo que sea, Lorenzo podrá atenderlos.
—No creí que iría usted, coronel —comenta Alma. Ezequiel la mira de soslayo con una complicidad que confirma los temores de Thomas.
—Así será, señorita Suárez. Antes del amanecer. Llevaré a varios de mis hombres por lo que el campamento puede que luzca un tanto desierto, no deben preocuparse por eso.
—Es arriesgado que usted vaya —los señalamientos obligan al hombre a detenerse y clavar sus ojos en la muchacha.
—No supuse que su interés fuera tanto. Y no estoy acostumbrado a que cuestionen mis decisiones. Sin embargo, le responderé: es una situación complicada, necesito estar ahí.
La joven comprende. Traer hombres nuevos que en su mayoría deben ser peones de hacienda, poco acostumbrados a la disciplina militar y a la opresiva cadena de mando no debe ser tarea sencilla. Tampoco resguardar el cargamento de armas y provisiones que don Rodrigo consiguió para ellos. Aun así, le parece que el lugar del coronel debería ser el campamento hasta que partan con nuevas disposiciones. Saca todo eso de su cabeza al toparse con los severos ojos de Thomas. La miden, la evalúan y la reprueban en un mismo parpadeo sin que sepa la razón. La conversación se corta volviéndose un tenso hilo. En silencio reanudan su marcha. La primera tienda es la de Alma, antes de entrar vuelve a agradecer al coronel su hospitalidad y mira una última vez al médico. La dureza en su expresión la congela por dentro, pero la presencia del coronel impide cualquier aclaración.
—¿Cuáles son sus intenciones, doctor? Desaparece en medio de la nada con la muchacha, ya me parecía que no iba a verlos regresar —indaga Ezequiel mientras caminan a la tienda del irlandés, luego de dejar a Alma.
—No creo que tenga el deber de responderle —afirma, agraviada su privacidad y la de Alma.
—Tranquilo. No es mi intención ofenderlo y menos a ella, supongo que es simple curiosidad. No puede negarme que por una hembra así cualquier hombre es capaz de cometer locuras. En su caso, debería saber antes lo peligroso del terreno que pisa: don Rodrigo puede llegar a ser implacable cuando se le agravia.