Amor y guerra

Capítulo 32. Verdades ocultas

Las cazuelas en la cocina aún humean con lo preparado para la cena. Consuelo grita a las cocineras y criadas que las ayudan, disfruta atormentado a las infelices indias con cientos de exigencias que en su mayoría obedecen más a su capricho que a un requerimiento real por parte de los amos. Las otras la conocen bien, la escuchan apretando los dientes y fingen que sus continuos insultos no las humillan al extremo de detestarla. El sofocante ambiente hace sudar a las pobres mujeres, absortas en sus respectivas labores, pero la intromisión de un desconocido las hace girar hacia la entrada en arco de la cocina. Al ver su distracción, Consuelo está a punto de reprenderlas cuando ella misma nota al hombre de pie.   

—Teniente coronel Valencia, no esperaba verlo por aquí —saluda. El militar la mira con gesto indescifrable y se aclara la garganta antes de responder.

—Buenas noches, doña Consuelo. Vine porque estoy a punto de concluir mi investigación y es usted la única persona de importancia con la que no me he entrevistado. Tengo entendido que ha sido el ama de llaves de los Aranda durante bastantes años.

—Quince solamente.

Él asiente, acercándose un poco más a ella.

—¿Podemos hablar a solas?

—Haré lo que esté en mis manos por ayudar —exclama sin dejar mostrar una sola emoción para enseguida mirar hosca a las mujeres presentes —Ya escucharon indias brutas, salgan de inmediato.

—Pero doña Consuelo, aún no hemos terminado —objeta la cocinera principal.

—¡He dicho que se vayan!

Nadie se atreve a negarse y salen apresuradas, dejando solos al militar y al ama de llaves. Consuelo invita al hombre a tomar asiento en la mesa de cuatro sillas. Él se niega, provocando un gesto reprobatorio por parte de la mujer.

—Lo que tengo para decirle no me llevará tanto tiempo —justifica al notar la dureza de los ojos que lo miran —. He terminado la investigación y mañana volveré a mi puesto.

—Se va demasiado pronto.

—Mis hombres han revisado cada rincón de San Gregorio que pudiera ocultar algo sin encontrar nada, no puedo permitirme perder más tiempo.

—¿Entonces no arrestarán a Rodrigo Domínguez? —bufa y una chispa de rabia rasga sus ojos. Francisco echa un vistazo a lo que los rodea para asegurarse que nadie los escucha.

—¿Cómo arrestarlo si no hay pruebas en su contra?

—Pero es un liberal, deberían fusilarlo.

—Madre. El que tú lo asegures no lo hace verdad.

—¡Lo es!

—Guarda la compostura o alguien nos escuchará. Con venir aquí y traer a mis hombres por mi cuenta cometí una traición, debo irme antes de que mis superiores se den cuenta de lo que he estado haciendo en San Gregorio. No puedo quedarme más tiempo buscando tu venganza.

—¡Cobarde! —vocifera plantándole una sonora bofetada. Francisco recibe el golpe sin parpadear ni moverse, el rostro tensado le sostiene la mirada —. No puedes ni responder por el honor de tu familia ¿de qué te sirve ese uniforme?

—Según tú y él, quién dañó a nuestra familia fue Joaquín Aranda. Ese hombre ya está muerto ¿qué importa lo demás?

—Importa, Rodrigo Domínguez siempre lo apoyó, él también fue tejedor de nuestra desgracia.

—Te escucho y lo escucho a él… Olvídate de su venganza, te ha sepultado en este lugar por quince años. Quince años que estuviste lejos de mí —el reproche logra que, por un instante, las facciones endurecidas del ama de llaves se suavicen —. Ven conmigo, madre, no mereces seguir sirviendo en la casa de quién detestas.

Las últimas palabras reavivan la llama de un odio añejo, Consuelo mira a otro lado, no quiere tener que luchar contra las dos fuerzas contrarias que la halan entre sí, exigiéndole que tome partido por una de ellas. Ya le ha dedicado demasiados años a fraguar la venganza contra quien destruyó a su familia como para pretender olvidarla e irse con su único hijo, aunque la idea tienta el pequeño rincón de su corazón que aún no ha sido enteramente contaminado.

—Vete si has terminado. Debiste heredar la debilidad de tu padre —dice y pese a la crueldad de sus palabras, Francisco percibe en su voz una comprensión que nunca ha tenido para con él. Traga saliva, conmovido por la atormentada mujer que se niega a encararlo. La quiere ¿qué hijo no querría a su madre? Sin embargo, lamenta que la mayoría de los recuerdos que guarda de ella sean una dolorosa indiferencia.  

—Me iré. Pero mi proposición sigue en pie. Estaré en Puebla, ignoro por cuánto tiempo antes de ser asignado a otro lado… Pido a Dios que tomes la mejor decisión antes de que me vaya y no pueda volver a verte.

Tras sus palabras, el militar se marcha. Únicamente lo despide la fina lágrima que Consuelo retira con violencia de su ojo derecho antes de que resbale.




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