Amor y guerra

Capítulo 36. De vuelta a la guerra

Enero, 1867

 

La tibia cama se resiste a dejarla ir, tampoco ella quiere abandonar el calor del cuerpo del hombre que duerme desnudo a su lado. Al igual que los últimos meses, la intensidad de la noche lo ha dejado agotado. Alma lo contempla con su brazo sosteniendo su cabeza, pasa los dedos de su otra mano por los labios cerrados del rostro dormido y un irresistible deseo de besarlos la aguijonea. Su vida junto a él es maravillosa; ese pequeño pueblo en el que decidieron unir sus destinos se ha convertido en su hogar, uno que los ha recibido con bienestar a manos llenas. Un médico tiene cabida en casi cualquier lugar, sus finanzas prosperan a la par que su amor. Alma ignora que más podría pedirle a la vida o quizá sí lo sabe, se deja llevar por su deseo y pasa la lengua por la boca de Thomas. Él no da muestras de despertar así que decide ser más contundente, siembra con pequeños besos desde la barbilla del hombre que yace boca arriba hasta más abajo de su abdomen. Aprieta con suavidad el miembro en el centro del cuerpo masculino que sabe lo hará reaccionar y logra su objetivo. Él abre los ojos con pesadez, aunque se espabila casi al instante al ver las intenciones de su mujer.

—Por Dios, mujer ¿Qué buscas? Vas a lograr acabar conmigo —se queja falsamente para luego sonreír.

—¿Es eso posible? —cuestiona ella, sentándose a horcajadas sobre él. Thomas la toma de las caderas y acaricia sus glúteos —. Porque sí lo es siempre puedes negarte.

—¿Negarme a ti? ¿A mi diosa? Nunca, ya te lo dije, eres el alma que mueve mi cuerpo.      

Un par de horas más tarde, Alma abandona la habitación y sale por el patio que conecta su pequeña casa con el hogar de Milagros. La vieja conocida de su madre ha tenido en bien arrendarles la propiedad que, pese a su escasa opulencia, cumple con sus expectativas de comodidad y privacidad. El mercado recién abre y la joven prefiere ser de las primeras en llegar, la buena mercancía suele acabarse rápido. Pero antes de que pueda salir, la voz de Milagros la llama. La mujer sale a su encuentro con una ancha sonrisa en su ajado rostro moreno. Ella le corresponde, si antes le tenía simpatía por los buenos recuerdos que guardaba de su niñez, todo el apoyo que les ha brindado la ha convertido en una amiga no solo estimada sino también muy querida.  

—Pero si cada día estás más chula —saluda la india, llegando a su lado —, no cabe duda de que el doctor debe ser bueno en lo que hace, ya hubiera querido yo toparme con uno de esos y no con los indios torpes que me preñaron.

Ambas ríen a carcajadas antes de que Alma se ponga seria.

—No tienes remedio, Milagros.

—Bueno criatura, estoy vieja no muerta, pero dejemos eso, tienes visita.

—¿Quién? —haciendo eco a su pregunta un hombre llega hasta ellas. Alma gira para encararlo cuando los ojos de Milagros lo señalan.

—Almita… —. Ella se arroja a brazos del chinaco y Milagros se aleja discreta para dejarlos hablar.

—Lorenzo. ¿Qué haces aquí? —pregunta, luego de liberarlo de su abrazo.

—Acabamos de regresar de Jalisco.

—¿La toma de Guadalajara? —Lorenzo asiente —, ¿Murieron muchos hombres del coronel?

—A los que les tocaba, luego nos ordenaron volver acá para buscar más. Nuestro campamento está cerca, por el norte, demasiado cerca diría yo, pero así lo dispuso mi coronel.

—Me apena escuchar lo de los hombres. Solo me alegra que estés de vuelta, me hacías tanta falta.

—Y tú a mí —. El gesto del chinaco se vuelve serio y su voz se apaga, duda unos instantes antes de continuar —, no tengo mucho tiempo, si vine a verte fue para que sepas que ese maldito se nos ha escapado. El coronel supo de buena fuente que jamás salió de Puebla… Yo sigo en lo dicho, lo voy a encontrar, tárdeme lo que me tarde.

—Gracias, sé que lo harás.

La fugaz visita termina y Alma vuelve a encauzar sus pasos hacia el mercado del pueblo. Piensa, tanto que le duele la cabeza, esos meses han sido tan idílicos, tan bellos, tan inesperadamente maravillosos que la hicieron olvidar por completo lo sucedido en San Gregorio. El atentado contra su padrino, el ataque del que ella misma fue víctima; todo eso se volvió tan lejano y pasado. Los besos y la entrega de Thomas ocuparon todo su mundo, de pronto la charla con Lorenzo la vuelve a la realidad de una forma lastimosa. Su país está envuelto en una guerra que a veces es silenciosa y otra tan sonora como los cañones de las armas que son disparadas por ambos bandos. Y lo más importante, ella cree en la causa por la que se lucha, le dio la espalda por meses y no puede seguir haciéndolo, no con Lorenzo tan cerca. Con aire ausente compra lo que fue a buscar, camina entre la gente sin mirar realmente a nadie y se encamina a su hogar. Sigue así hasta que unas palabras en el aire de una plática ajena captan su atención y ponen a palpitar su corazón. El temor la hace flaquear, sin embargo, la curiosidad la impulsa a buscar el lugar de dónde provienen. Se acerca con cautela a una de las callecitas aledañas. Dos hombres hablan. No escucha mucho así que decide aproximarse un poco más, luchando contra su propio miedo se escabulle entre canastos y sacos, la calle es usada como almacén para algunos vendedores y no tiene mayor dificultad para esconderse entre las mercancías y agudizar el oído.

—No ves que esos liberales vienen a buscar más hombres —señala uno, el de mayor edad.




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