Amor y guerra

Capítulo 42. Tú, mi hogar

 Junio, 1867

 

—¿Son noticias de Thomas? —la pregunta cae sobre Alma con pesadez. La escucha lejana, un mudo eco silenciado por la voracidad de los fatídicos pensamientos que se ciernen sobre ella. Cabizbaja, atina a negar con la cabeza.

Ante esa respuesta, Emily abandona su silla en la mesa del comedor para acomodarse en la más próxima a la joven, pone sobre su hombro una mano cálida en apoyo al desconsuelo que adivina. Pero ella no la mira, tampoco al enmudecido Andrew que las acompaña ni a nada más que no sea la carta en su regazo que acaba de recibir y que no tuvo la paciencia para leer en privado. Una vez que la criada se la entregó, la abrió con la ansiedad que la ha carcomido durante los últimos meses sin recibir noticias acerca del paradero de su esposo. Sin embargo, la misiva lejos de sosegar su agónica espera acrecienta su desesperación pues no contiene aquello que desea saber.

—¿Qué sucedió, Alma? —cuestiona Andrew tras un largo rato, preocupado por el gesto sombrío de la muchacha.

—Maximiliano de Habsburgo fue fusilado en Querétaro, junto a los Generales Miramón y Mejía… El presidente y la república triunfaron —anuncia, conteniendo una respiración que clama por verter lágrimas angustiadas.  

—Esas son las noticias que esperabas —. Ella vuelve a negar y da un largo respiro antes de contestar.

—No. La carta es del coronel Ávila. Lorenzo está con él, pronto vendrá por su mujer y sus hijos.

—¿Y Thomas? —indaga Emily. Alma no responde de inmediato, necesita largas bocanadas de aire para aplacar su intranquilidad.

—El coronel no sabe de él, se separó de su tropa desde abril, poco después de que el general Díaz tomara Puebla…

No puede más, su voz se quiebra y hunde el rostro moreno entre sus manos, dejando que el amargo llanto escape de sus ojos.

—¡Oh, querida! —exclama la mujer a su lado, abrazándola protectoramente —. Él vendrá pronto, si algo malo hubiera sucedido ya te habrías enterado de una u otra forma.

—Han pasado tantos meses desde la victoria del dos de abril ¿Por qué no ha vuelto a mí? ¿qué se lo impide? —cuestiona y acaricia su vientre notablemente crecido. Andrew y Emily están ya enterados de su embarazo, le fue imposible seguir ocultándolo por más tiempo —. Si no está muerto entonces…

Deja que el silencio contenga en algo el bullicio de su mente. Empieza a creer que Thomas no volverá y que todo lo que supuso Andrew es cierto. Piensa si tal vez ya la olvido, torturándose a sí misma y sin querer sus ojos se cruzan con los del joven frente a ella. Ha vuelto a confiar en él desde que se convirtió en el guardián de su patrimonio familiar. Después de la muerte de su padrino, Andrew asumió la responsabilidad como administrador y en él ha dejado recaer todo lo relacionado con el cuidado de sus tierras. Su embarazo, el agotamiento y la tristeza que a menudo se apodera de ella la han tenido al margen y le agradece sus muchas veces titánicos esfuerzos por tenerla al tanto en lo que respecta al manejo de su fortuna. Pese a eso, no ha vuelto a hablar con él sobre sus sospechas acerca de Thomas.

—Creo que después de todo el tiempo te ha dado la razón y a mí me ha demostrado mi desatino —Andrew la mira sin alcanzar a comprenderla —. Él nunca me quiso y la fortuna que pueda poseer ya no es de su interés, como no lo fui yo.

Es eso o está muerto, y no quiere pensar de esa manera. Lo prefiere vivo, aunque sea lejos de ella. Una vez pronunciada su sentencia, se pone de pie y abandona el comedor tras una breve disculpa. No soporta las miradas compasivas ni los gestos amables que lejos de consolarla, recrudecen su amargura. Necesita estar a solas con su hijo, ese pequeño en su interior es lo único que quiere y lo que le impide enloquecer de decepción. Los días siguen transcurriendo, la calma en San Gregorio y la visita de un entrañable amigo la contagia de serenidad; La llegada de Lorenzo, la convivencia con su familia y sus palabras relatándole aquello que la carta del coronel Ávila no fue capaz de transmitir resultan un bálsamo que hace renacer la esperanza pérdida. Thomas no se separó de la tropa del coronel por decisión propia, fue obedeciendo a su deber como médico. Puede entenderlo, pero sigue sin comprender qué demora su regreso y por qué no ha tenido noticias suyas. Una carta, un corto mensaje, lo que fuera sería más que la callada ausencia a la que la ha sometido.

Esa noche en especial un frío que congela su alma se cuela bajo sus sábanas. Aunque es verano la frescura nocturna la obliga a acurrucarse en busca de calor. Abraza su vientre, el único recuerdo tangible de lo que vivió con Thomas. Sueña con él, tan vívidamente que sus ojos se abren sin que sea consiente para encontrarse en una habitación en penumbras irradiadas por los destellos blancos de luna llena. Un par de parpadeos le exigen volver a dormir antes de que su cabeza le advierta que la silueta al lado de su cama no debería estar ahí. Sin saber si sigue soñando o ya está despierta, se frota los ojos que no tardan en enfocar la sombra y darle claridad. De pie junto a su cama, un desconocido la observa. Una corriente le recorre el cuerpo entero, forzándola a sentarse en su lecho de golpe. El miedo inmediato se transforma en asombro al reconocerlo. Él permanece impasible como un fiero vigilante de brillantes ojos azules que la observan, borrando cualquier pensamiento racional, todo dentro de ella se convierte en puro sentimiento.




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