En el jardín de los recuerdos, donde el tiempo se detiene y suspira, florecen memorias como rosas, cada una con su aroma y su vida.
Los días pasados son ecos, que resuenan en el fondo del ser, y cada instante guardado, es una perla en el collar del ayer.
Las risas se entrelazan con lágrimas, como cintas en un viejo álbum, y las imágenes se desvanecen, como la bruma en un amanecer tardío.
Los rostros amados se asoman, en sombras que el tiempo no borra, y cada gesto, cada palabra, es una estrella en la noche que aflora.
Los recuerdos son viejas cartas, escritas en tinta de emoción, guardadas en un cofre de nostalgia, y leídas con el corazón.
Algunos son dulces como miel, otros, amargos como el marfil, pero todos son parte de la historia, que teje el destino en su hilo sutil.
En el salón de los recuerdos, donde el pasado y el presente se encuentran, se baila una danza de eternidad, y se descubren los tesoros que se esperan.
Porque aunque el tiempo avance, y el futuro nos lleve hacia nuevos senderos, los recuerdos son las raíces del alma, y en ellos hallamos nuestro verdadero sendero.