En el jardín del alma, florece un sol, que ilumina el sendero interno y profundo, es el amor propio, la luz esencial, que enciende la vida en cada segundo.
Es un abrazo cálido y sincero, que se da sin esperar nada más, una voz interior que alienta y consuela, y que nunca deja de amar.
Es el arte de aceptarse en totalidad, con virtudes y defectos, sin temor, de abrazar cada parte de uno mismo, y celebrar cada pequeño resplandor.
Es mirarse en el espejo y ver, más allá de las imperfecciones y el dolor, es reconocer la belleza en el interior, y encontrar en el corazón su verdadero valor.
El amor propio es la fuerza interior, que nos impulsa a levantarnos de nuevo, es la paz que se encuentra en uno mismo, y el coraje de vivir sin miedo.
Es el valor de decir "yo soy suficiente", sin buscar en otros la validación, es una danza de aceptación y respeto, y un canto a la autoafirmación.
En el jardín del alma, el amor propio crece, como una flor que no necesita adornos, es la esencia pura de ser y existir, y el regalo más grande que uno puede dar a sí mismo.
Así, en cada latido, en cada pensamiento, cultivamos este amor sin final, y descubrimos que al amarnos a nosotros mismos, podemos amar al mundo en su totalidad.