Lo admito quiero llorar. Lo juro ya que no hay nada más humillante que arreglarse para una cita y quedar 4 horas sentada con tu amigo imaginario. Es como ponerte un vestido de gala para ir al súper: todo esfuerzo mal invertido. Literalmente, me sentía como si fuera a recoger mi kilo de jitomate en El Met Gala del Ahorro.
El vestido brillaba, sí, pero no de elegancia… sino de desesperación. Cada paso era un hermoso recordatorio de que mi dignidad se había quedado en casa viendo Netflix en pijama. La media hora que páse peinándo mi croissant mordido, el maquillaje nivel tutorial de YouTube sin talento, un vestido que gritaba ‘sexy, empoderada’, y todo esto delante de la gata de la vecina que me miraba desde la cama con su clásica cara de: “qué triste espectáculo”.
Si esto fuera una película, se llamaría Misión Imposible: Cita Fantasma.”...
Y ustedes se preguntarán cómo llegué a tales conclusiones… Pues verán, pasa, resulta y acontece que mi vida romántica es como Jurassic Park: nadie sabe por qué sigo intentando, pero todos quieren ver cómo acaba el desastre.
La cita era en un restaurante tan ridículamente elegante que hasta las servilletas parecían tener seguro de vida. Yo estaba ahí, siendo guiada por mi verdugo (el mesero), con mi vestido “por si acaso”, ese que grita “no tengo idea de lo que hago, pero luzco genial haciendolo”, esperando a un hombre que —gracias a mis queridas amigas, esas celestinas con WiFi— habían encontrado en AmorApp. Según ellas, él había visto mi perfil y había dicho:
“Wow, esta mujer que se disfrazó de Minion es el amor de mi vida.”
Y no lo dijo de broma. Lo peor es que esa foto era real: yo, con un disfraz amarillo chillón en una fiesta temática, sosteniendo un plátano y mi dignidad a punto de renunciar. Así que ahí estaba yo, la Minion del amor, en un restaurante donde el agua tenía nombre francés y actitud de influencer. Intentando no parecer una impostora mientras pensaba:
“Si este tipo no llega, al menos pediré pan gratis y haré como que soy una crítica gastronómica de TikTok.”
El verdugo me condujo hasta una mesa romántica junto a una ventana. Había velas, flores, y un violín sonando de fondo. Un cliché de manual.
Solo faltaba que apareciera una cámara oculta y alguien gritara: “¡Bienvenida a ‘Citas con Vergüenza’, el nuevo reality donde exponemos tu miseria emocional!”
Me senté y traté de verme tranquila. Pero por dentro, gritaba:
¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué no estoy en mi cama viendo series malas de vampiros adolescentes?
El ambiente era tan romántico que me daban ganas de pedirle matrimonio… al vino.
Porque, sinceramente, nada grita “estás sola” como estar en una mesa para dos, mirando fijamente el centro de mesa como si fuera Ryan Gosling en Diario de una pasión.
Y claro, mientras el violín tocaba su melodía dramática. Perfecto. Este es el soundtrack de mi humillación pública.
Primero pensé: ok, seguro viene en camino...
Cinco minutos.
Revisé el celular... Nada...
Diez minutos.
Tal vez el tráfico...
....
—¿Desea ordenar algo mientras llega su acompañante? —preguntó el mesero, con esa voz amable que usan los que huelen el drama ajeno, lanzando la mirada: “ya vi este capítulo en Netflix”.
—No, gracias. Él seguro está en camino —respondo, fingiendo una serenidad que ni los filtros de Instagram logran.
(Traducción: si pido algo, quedo como desesperada; si no pido nada, quedo como estatua con trauma. Básicamente, estoy en mi era “esperando el amor y el postre que nunca llegan”).
El mesero me miró con compasión. Esa compasión tipo “pobrecita, vino vestida para sufrir”.
Estoy 99% segura de que cuando se fue, fue directamente a contarles a los de la cocina:
“Mesa 4: otra víctima del ghosting gourmet.”
Mientras tanto, yo fingía revisar el menú, aunque lo único que leía era mi propio epitafio emocional:
“Aquí yace Clara, creyente del amor online y del delineado resistente al llanto.”
El violín seguía sonando, y yo ya me sentía protagonista de un meme tipo:
📸 Yo esperando a mi cita como si fuera el repartidor de Uber Eats, pero sin comida ni esperanza.
...
Veinte minutos. Revisé Instagram. Mi ex, Gabriel, había subido otra foto de gimnasio con frases como: “El dolor es temporal, la gloria es eterna”. Vomitivo.
Treinta minutos...
Treinta minutos...
Capaz se equivocó de restaurante.
Lucía mandó mensaje:
Lucía: ¿Ya llegó?
Yo: No.
Marta: Quizás está en camino. Dale chance.
Yo: Ojalá lo haya atropellado un Uber.
....
A los cuarenta minutos, ya me sabía de memoria cada grieta de la mesa. Podía dibujarla con los ojos cerrados.
Así que opté por activar el modo vigía —también conocido como modo FBI con blush— y empecé a observar a los demás clientes, mientras esperaba que mi príncipe decidiera aparecer… o reencarnarse.