A veces me pregunto si realmente somos conscientes del tejido del que estamos hechos.
Porque la vida no es solo respirar y moverse; no es una lista de tareas cumplidas en Notion ni un “día productivo” que puedas presumir en historias.
Es algo más profundo, más extraño…
y muchísimo más glorioso.
Es poder llorar con un video de un perrito rescatado y, al mismo tiempo, envidiarle la estabilidad emocional a una influencer con rizos perfectos.
Es esa capacidad monumental de tener el corazón roto y el estómago pidiendo tacos al pastor al mismo tiempo.
La vida está en las grietas, en las imperfecciones, en el delineador corrido que te recuerda que lloraste pero sobreviviste.
Y en saber que, de los miles de millones de personas en este planeta, justo tú y yo estamos aquí, coincidiendo en este pedazo de tiempo y WiFi.
Es una casualidad estadística tan abrumadora que solo puede ser magia… o un error del algoritmo.
Miren nuestras manos: con ellas sostenemos, creamos, stalkeamos exes, escribimos mensajes que luego borramos, y sostenemos copas de vino mientras fingimos que todo está bajo control.
Somos una sinfonía de conexiones invisibles: el pasado nos da traumas, el futuro ansiedad, y el presente… bueno, el presente nos da drama.
Y aun así, despertamos cada mañana, nos arreglamos, nos ponemos rimel (aunque sabemos que lloraremos después) y seguimos adelante.
Esa chispa que nos hace querer más, sentir más, amar aunque duela…
Esa es la verdadera maravilla humana.
O eso me gustaría creer…
Pero este día me ha demostrado el horror público en alta definición gracias a la cita fantasma.
Porque justo cuando creí que nada podía empeorar, llegó:
El Ataque Aéreo Más Inesperado de la Ciudad™.
Sí, señoras y señores: mi tacón.
El misil fashionista.
El proyectil de venganza femenina que aterrizó directamente en la cholla de un inocente transeúnte. Sin embargo no sé qué fue más satisfactorio: lanzar el zapato con toda mi furia reprimida o escuchar ese glorioso “¡AY!” que rebotó en la calle.
En ese momento, ni Thalía en su mejor telenovela, ni Bridget Jones en sus días de desgracia, ni siquiera Paquita la del Barrio habrían podido expresar el nivel de drama y vergüenza que me envolvió.
Mi vida pasó frente a mis ojos como un montaje de comedia romántica barata:
mi primer beso (que sabía a chicle de menta vencido y decisiones cuestionables), los chocolates rancios de San Valentín del 2013, el disfraz de minion en la fiesta temática —una elección que todavía me persigue como trauma visual y como sticker en los grupos de WhatsApp—, mi legendario plantón de mi baile de graduación, cuando mi cita decidió irse con “la de tercero B” porque “bailaba mejor bachata”...
Ah, y no olvidemos los tres engaños de mi ex (ok, no me juzgues; yo tampoco me juzgo, pero el terapeuta sí).
Fue como ver una maratón de mis peores momentos patrocinada por el karma y Netflix, solo faltaba la voz en off diciendo:
“Y fue en ese momento cuando Clara comprendió… que el universo la odiaba personalmente.”
Si mi vida fuera una película, en ese momento habría una cámara lenta, un zoom dramático y de fondo sonaría Adele o, peor aún, Yuridia.
Y justo ahí, en medio de mi colapso existencial, escuchando el inconfundible sonido de un grito masculino.
No de admiración, claro.
De dolor real y palpable.
Por un instante pensé: Clara, acabas de matar a alguien con un tacón de segunda mano.
Ya me veía declarando ante la policía:
—No fue homicidio, oficial, fue moda involuntaria con consecuencias fatales.
Me asomé, temiendo ver sangre o al menos una denuncia, y ahí estaba él:
un hombre alto, bueno… qué digo bueno, buenorro nivel “Netflix lo contrata solo para que camine en cámara lenta”.
(Concéntrate, mujer, concéntrate en el posible delito, no en los pectorales.)
El tipo buenorro se frotaba la cabeza, mirando el tacón incrustado en el pavimento como si hubiera caído del cielo.
O sea, técnicamente sí cayó del cielo. Del cielo de mis malas decisiones
A su lado, otro sujeto —probablemente su amigo, igual de bueno— se doblaba de la risa, grabando mentalmente mi tragedia para contársela a medio planeta.
Yo solo pensaba:
“Muy bien, Clara. No solo te plantaron; ahora eres tendencia en el club de víctimas por tacón volador.”
"Categoría: Drama romántico.
Subcategoría: Crímenes pasionales con calzado.
Hashtag oficial: #TacónGate.
Si mañana despierto siendo meme, que al menos sea uno elegante."
—¡Te juro que alguien me lanzó un zapato! —protestó el herido, mirando alrededor.
—Sí, claro —rió su amigo—. Seguro fue alguna de tus fans obsesionadas. O peor: una ex con puntería olímpica, quizas esto es señal. ¡El universo te está tirando zapatos!
Y yo, escondida, sólo quería gritar:
¡NO ES EL UNIVERSO, SOY YO, UNA IDIOTA EN FUGA!
Pero claro, no podía.
Porque ¿qué hace una mujer digna en un momento así?
Exacto:
Actúa como si NO fuera la criminal del tacón volador.
Aunque sostenga el otro zapato en la mano como evidencia directa.
—¡Imagínate el titular mañana! “Magnate local atacado por zapatos voladores”.
—Cállate —sentencio serio, girando la cabeza, intentando encontrar al atacante misterioso.
Yo, desde mi esquina, pensé: ¿Magnate? ¿Y yo justo le tiré un zapato a un millonario? Perfecto. Mis talentos para arruinar la vida alcanzan nivel internacional.
Y aun pegada contra la pared del callejón, sudando como si me estuvieran interrogando en La Casa de los Famosos.
Mi cerebro repetía en bucle: “Soy invisible. Soy sombra. Soy un ninja sin tacones.”