¿Qué estarías dispuesta a hacer por tu hermana menor?
Ayla nunca había sentido que encajaba en el barrio donde se vieron obligadas a mudarse cuando tenía 11 años. Todo lo contrario a su hermana menor, Maya, que con 9 años rápidamente se hizo amiga de todos, incluyendo a la hija del hombre que controlaba la zona. Esa amistad las mantuvo a salvo, pero la inseguridad y los peligros siempre acechaban en las sombras. Ayla y Maya crecieron con el único objetivo de salir de allí, siguiendo el consejo de sus padres: estudiar, superarse, y no involucrarse en nada que pudiera desviarlas del camino.
A los 20 años, sus padres lograron mudarse, dejando atrás aquel lugar peligroso. Sin embargo, su abuela se negó a irse. “Esta es mi casa”, decía con firmeza. Ayla la llamaba todos los días desde que se mudaron, pero los años pasaron y las visitas se volvieron escasas.
Un viernes, Ayla decidió visitarla para compartirle la noticia de su nuevo empleo. Maya, ahora una universitaria de belleza deslumbrante y un carácter difícil, insistió en acompañarla. Aunque Ayla prefirió ir sola, no pudo negarse a su hermana.
Llegaron a casa de la abuela al mediodía, luego de que Maya, como de costumbre, se demorara arreglándose. La visita comenzó bien, hasta que Maya, con su actitud altanera, comenzó a recriminarle a la abuela por seguir viviendo allí. Ayla trató de calmar la situación, pero la discusión terminó con Maya saliendo furiosa y sentándose en el barandal de la casa.
Pasaron las horas. Ayla, preocupada, salió a buscarla y la encontró corriendo hacia ella, pálida y agitada.
—Hice una tontería —dijo Maya entre sollozos—. ¡Me están persiguiendo, Ayla!
Ayla, alarmada, la llevó de vuelta a la casa. Una vez adentro, Maya le contó lo sucedido: uno de los hombres más peligrosos del barrio le había lanzado piropos. Ella, fiel a su carácter, reaccionó de mala forma. El hombre, ofendido, intentó llevársela por la fuerza. Maya escapó por poco, pero sabía que no la dejarían ir tan fácil.
—Tenemos que irnos —dijo Ayla—. Pero no será seguro salir ahora.
Conocía el modus operandi de la banda: cerraban el barrio, bloqueaban las salidas y no dejaban escapar a nadie que quisieran atrapar. Pero Ayla también sabía a quién pedir ayuda. A pesar del riesgo, se dirigió a casa de Johan, un viejo conocido que ahora trabajaba para la banda.
Johan abrió la puerta con una sonrisa ladeada.
—Ayla... cuánto tiempo. ¿Qué te trae por aquí?
—Necesito tu ayuda. Mi hermana se metió en problemas.
Johan escuchó en silencio. Cuando Maya terminó de explicar, él negó con la cabeza.
—Ese hombre es mi jefe. Si las ayudo, estoy muerto.
Ayla le tomó la mano con firmeza.
—Por favor, Johan. Es mi hermana. Haré lo que sea.
Johan dudó, pero sus sentimientos por Ayla, guardados desde la infancia, pesaron más.
—Está bien, pero sabes que no hago favores gratis.
Ayla asintió con resignación. Johan las guió a una pequeña habitación oculta detrás de una pared falsa.
—Tu hermana puede quedarse aquí. Tú vienes conmigo.
Maya se aferró al brazo de Ayla.
—¡No me dejes sola aquí!
Ayla se arrodilló frente a ella.
—Es por tu seguridad. Quédate tranquila y no hagas ruido.
Aunque temerosa, Maya aceptó. Johan y Ayla salieron de la habitación. Afuera, Johan la miró con intensidad.
—Siempre te quise, Ayla. Sabes que haría cualquier cosa por ti.
Ella lo miró fijamente.
—No me importa lo que quieras de mí, Johan. Solo asegúrate de que mi hermana salga viva de aquí.
Él asintió. Esa noche, Ayla comprendió que la vida a veces exige sacrificios inimaginables, especialmente por quienes amas.
Ayla sabía perfectamente lo que Johan quería con ella. No era tonta, y cuando él se le acercó, no tuvo más opción que aceptar sus caricias, sus besos, y que la tocara donde él quisiera. Sabía que él la sentía suya, pero su mirada no era diferente de la que tuvo la primera vez que la vio en su infancia, cuando le entregó aquella carta de amor que él pensó que era de ella, pero realmente era de su amiga.
Con los años, Johan siempre estuvo allí para protegerla: cuando la acompañaba al salir del barrio camino a la universidad o cuando se aseguraba de que nadie le hiciera daño. Él pensaba que ella ignoraba esos detalles, pero Ayla lo sabía todo. Esa sensación de seguridad que él le brindaba no la había encontrado en nadie más, y, sin darse cuenta, buscaba algo similar en cada uno de sus novios. Pero ninguno era Johan.
Cuando la pasión entre ellos se desató, no se sintió forzada. En lugar de eso, se sintió protegida, deseada y conectada como nunca antes. La sala se convirtió en su refugio inicial, pero pronto pasaron al dormitorio, y luego al baño. Para muchos, el sexo y hacer el amor son lo mismo, pero Ayla sabía que no era así. Cuando los sentimientos se involucran, el alma une los cuerpos, y eso fue lo que ambos experimentaron. Sin palabras, entendieron que lo que compartieron en esas horas era algo más profundo que la simple lujuria: era la culminación de años de deseos reprimidos.