El cielo de Punta Cana estaba en su punto más romántico. El ocaso ya se había rendido ante la noche, y el murmullo de las olas jugaba con las luces cálidas del restaurante-bar “Luna Caribeña”, enclavado justo frente al mar. Las antorchas decorativas parpadeaban suavemente al ritmo de una brisa tibia que traía consigo el aroma del coco, el mar y un toque de vainilla dulce. El lugar estaba a medio llenar, con turistas vestidos para impresionar, risas discretas flotando entre copas de vino y camarones recién servidos en platos blancos de cerámica fina. Una banda de jazz caribeño tocaba una versión sensual de “Besame Mucho” que parecía detener el tiempo.
Entre toda esa belleza vibrante y tropical, ella apareció.
Aitana descendió por la escalera de madera, marcando cada paso con la elegancia que no sabía que tenía. Su vestido azul profundo, ligeramente brillante, abrazaba su figura con un equilibrio perfecto entre sofisticación y encanto natural. El escote en V dejaba ver solo lo necesario y sus ondas suaves de cabello castaño rojizo caían como cascada sobre sus hombros. Sus ojos azul celeste captaban la luz de las velas como espejos mágicos, y los tacones le daban esa altura justa que hacía que todos —literalmente todos— se giraran a mirarla.
Entre los que la notaron, estaba Aki quien vestía un pantalón de lino blanco, camisa negra desabrochada justo en el límite de lo correcto y un reloj carísimo que brillaba sutilmente en su muñeca. Se había mantenido en silencio toda la noche, observando el ambiente, evaluando a los socios europeos con los que había cerrado un acuerdo multimillonario horas antes.
Aki se levantado de su mesa, listo para irse, pero la presencia de Aitana lo obligó a detenerse. Había algo en ella que no era común. La observó sentarse con tranquilidad en la barra, pedir una copa de vino y mirar hacia la tarima como si realmente disfrutara el momento. Su vestido azul parecía capturar la luz del ambiente, haciéndola brillar como una sirena fuera de lugar.
No fue solo su belleza —aunque la tenía—, fue esa energía diferente, esa mezcla de dulzura, decisión y distancia que lo intrigó desde el primer segundo. Algo en ella gritaba: "Estoy bien sola", y eso, en vez de alejarlo, lo atrajo.
Aitana se sentó sola en la barra, pidió una copa de vino blanco y sonrió educadamente al bartender. Aki la observaba desde su mesa, sin entender por qué le costaba apartar la vista. Y entonces hubo algo más que llamo su atención, un hombre, escondido entre las sombras del extremo del bar, la miraba con demasiada atención. Le hablaba al bartender con una expresión demasiado interesada.
Aki frunció el ceño. No era su estilo intervenir, pero algo en su interior se activó.
Antes de reaccionar, escuchó una voz conocida a sus espaldas.
—¿Qué haces aquí? —interrumpió una voz demasiado conocida.
Hana.
Vestida como si el lugar fuera una pasarela, con un vestido rojo ajustado, con perlas en las orejas y esa sonrisa manipuladora que tanto conocía.
Aki se giró y la miró con frustración.
—¿Qué haces tú aquí? —replicó.
—Vine a acompañar a mi prometido en sus negocios —respondió ella, como si fuera lo más normal del mundo.
Él soltó una risa irónica.
Aki bufó.
—No somos nada, Hana. Te lo dije en Tokio, en París y ahora aquí. No me interesas. Déjame en paz.
Ella fingió una risa ligera, como si no le doliera, como si no le importara.
—Está bien, Aki. Ya lo entendí. ¿Por qué no tomamos una copa de despedida? Tranquilo, hablaré con mis padres.
Con desconfianza, él aceptó. Ella alzó su copa de whisky, él también. Brindaron. Aki tomó un sorbo... y de pronto, del rabillo del ojo, vio algo que lo congeló. Aitana se levantaba de su asiento tambaleando, como si estuviera ebria, pero apenas había bebido una copa.
El hombre que antes la observaba se acercaba con una sonrisa torcida.
Aki corrio hacia el lugar donde estaba Aitana
—Ah, aquí estabas —dijo con una falsa familiaridad—. ¿Por qué te emborrachaste tanto, amor?
El hombre retrocedió. Aki sintió cómo el corazón le latía con fuerza.
Aitana, sin reconocerlo del todo, solo se dejó llevar. Él la tomó del brazo y la sacó del lugar, mientras sentía cómo algo extraño le recorría el cuerpo: calor, tensión, una energía incontrolable. Empezaba a marearse.
Llevó a Aitana por uno de los pasillos hacia su habitación. Ella estaba mareada, su respiración entrecortada, y de pronto comenzó a tocarle el pecho, desabrochando su camisa.
—¿Qué haces...? —preguntó él, con la voz quebrada.
—No me digas que no quieres... tu cuerpo dice que sí —susurró ella.
Él miró hacia abajo y maldijo en voz baja. Pero entonces lo entendió. Su cuerpo estaba reaccionando solo... estaba drogado.
Hana... repuso enojado
Con su último momento de lucidez, apenas pudo abrir la puerta de su habitación, la dejó con cuidado en la cama y corrió al baño. Se echó agua fría en el rostro, se tocó el pecho, intentó calmarse. Nada funcionaba. Su cuerpo estaba fuera de control.