Una semana después de haber sido sometida a la histerectomía para salvaguardar su vida, la de la familia de su gemela y su relación predestinada, Laura cepillaba su cabello mientras se miraba en el espejo enmarcado en oro que formaba parte del tocador finamente tallado en ébano que Lucian envió a preparar exclusivamente para ella. Verse sonreír mientras prodigaba del debido cuidado a su larga castaña cabellera era una señal más de lo feliz que se encontraba en ese momento de su vida. Después de pasar por muchos avatares, se topó con aquel a quien tanto esperó, aquel que nació solo para ella, aunque lo haya hecho entre las tinieblas. El Príncipe Dracul era todo aquello que siempre quiso: amor puro e incondicional que sea tan fuerte que pueda romper cualquier obstáculo. Y, aunque fue ella quien tuvo que sacrificar mucho para terminar destruyendo las barreras que la tradición vampírica alzó entre ella y su amado vampiro, la imagen de Lucian poniendo por encima de todo a su relación predestinada enfrente de La Corte del Clan Dracul, la hacía sonreír como una adolescente al experimentar el amor de pareja por primera vez.
«Es increíble que la simple existencia de alguien pueda causar que la alegría sea permanente en mí», pensaba Laura mientras dejaba la escobilla sobre el tocador y se quedó segundos observando la perfecta curva que se dibujaba en su cara al subir los extremos de sus labios junto con sus pómulos. En eso, la luna llena se dejó ver sobre el horizonte, y la perfecta redondez del satélite natural se reflejó en una de las esquinas del espejo que captaba las imágenes cercanas a una de las ventanas de la habitación. La licántropa caminó hacia esa ventana para contemplar la enorme luna llena que apareció en el firmamento, inundando con una hermosa luz plateada la oscura noche en el poblado de Bran. «Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que oré a la Madre Luna mientras miraba el astro que la representa en este mundo material», se dijo a sí misma, y el recuerdo de su bisabuela paterna explicándole el por qué su opinión no era tomada en cuenta ni bien recibida durante las reuniones del Alfa y el Séquito cuando era una pequeña cachorra de cinco años llegó tan claro como si lo hubiera vivido apenas unas semanas atrás: «La luna, al igual que todos los seres encarnados, cambiamos durante el paso del tiempo. A veces nadie nos nota o no podemos participar de las conversaciones importantes porque somos invisibles al ser muy jóvenes o inexpertos, como la luna nueva, que se esconde, generando noches llenas de oscuridad. Sin embargo, el conocimiento no es ajeno a los encarnados, y al aprender por estudio y análisis, o práctica y experiencia, empezamos a hacernos notar, como las fases crecientes; hasta que, al estar llenos de conocimiento, todos nos pueden ver como una enorme luna llena, majestuosa y brillante. No obstante, esa buena impresión que dimos por un tiempo pasa de a poco al olvido porque aparecen nuevos temas de interés, cambiando la vida, y empezamos las fases menguantes que nos llevan a desaparecer una vez más. Y así nos pasamos la existencia entre fases crecientes y menguantes, luz y oscuridad, siendo notados y pasando desapercibidos. No reniegues de tus días de oscuridad, menguando y siendo invisible, ya que ese es el momento que se te concede para alejarte de todo para profundizar en tu desarrollo personal, ya que es tiempo para ti, mas, cuando lleguen los días de luz, creciendo y luciendo ante todos, es el momento para demostrar lo que sabes, enseñárselo a otros, y, de alguna manera, ese es el tiempo que entregas a los demás. Aprecia cada fase de tu vida y gózala intensamente que nunca una es igual a la siguiente».
Laura empezó a llorar amargamente. Su bisabuela era una de esas personas a las que ella amaba con una devoción casi divina al encontrarla inteligentemente comprensiva, alguien que era capaz de llegar a ella sin crítica ni reproche, sino con un profundo amor que asertivamente encontraba el camino para hacerle ver los errores que cometía y debía enmendar, pero ese ser mágico tuvo que alejarse de ella para sanar las graves heridas que le propinaron de la manera más cobarde y vil, por una traición de aquel que se acercó a ellos aparentando ser amigo, por lo que Laura perdió a su guía y cambió al sumergirse en el miedo y la desesperanza, lo que la llevó a manifestar maldad, una que todo ser encarnado mantiene en su interior, por lo que, si así lo decide, puede dejarse corromper por ella.
Laura desvió la mirada, se soltó del suave agarre de Lucian sobre su cintura y empezó a caminar por la habitación. La licántropa no sabía si hacía bien o no en narrar a su compañero eterno esa parte de su vida que era un secreto muy doloroso y humillante a la vez, uno que le hizo conocer la maldad humana a temprana edad y a darse cuenta que ser licántropa no le salvaría del sufrimiento. Lucian inspiró el aire en la habitación, descubriendo que su compañera predestinada dudaba. Había pasado poco más de una semana desde que percibió su aroma por primera vez, aquella esencia llena del olor del muérdago y la hierba seca por el ardiente sol de verano, uno que lo enamoró sin opción a reprochar la especie de la que provenía la elegida para ser su otra mitad, por lo que era capaz de creer en el poder del don de la predestinación, y entendía que no había nada ni nadie que pudiera separarlo de ella, así que insistió una vez más para que ella se decida a hablar: «Confía en mí. No te juzgaré, solo te ayudaré a sentirte completamente feliz, sin hechos pasados que apañen tu alegría». La sinceridad derramándose por la mirada de Lucian hizo que Laura confíe, y por primera vez narraría lo que le sucedió cuando apenas era una niña de nueve años.
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Editado: 26.12.2024