En el segundo mes del año 1442, en una noche de luna llena, Illari, bruja del Aquelarre Willka, localizado en Los Andes de Sudamérica, empezaba a sentir los dolores de parto. Unay, su compañero eterno, estaba muy atento a los requerimientos que la bruja solicitara. Ambos eran ángeles que decidieron encarnar para enseñar a la humanidad el correcto uso de la creación y llevaban más de mil años caminando por La Tierra, pero apenas tenían una década conviviendo como pareja predestinada, por lo que esa labor de parto era la primera que como familia experimentaban. Entre los brujos, al igual que sucede con las hadas y elfos, especies sobrenaturales que provienen de la encarnación de un Celestial, no hay edad o tiempo específico para hallar al predestinado, ya que la labor que desempeñan es muy demandante, de ahí que pasan años, siglos y a veces hasta milenios para encontrarse con aquel que proviene del espíritu con quien compartirá la eternidad.
Ese fue el caso de Illari y Unay, quienes nacieron en el mismo aquelarre, con una diferencia de algo más de cien años, lo que causó que en un inicio de sus existencias terrenales no se toparan, ya que Illari partió hacia donde la llevaba su misión cinco años antes del nacimiento de Unay, y solo mil años después, cuando cada uno por su cuenta decidió regresar al aquelarre para descansar tras un largo período instruyendo a los humanos que se desarrollaron en la zona de los Andes Sudamericanos, se encontraron, descubriendo uno en el otro que sus auras refulgían en infinitas gamas de colores, como si de un arcoíris se tratara, señal de que ellos eran almas predestinadas a estar unidas por la eternidad. Ni bien empezaron a andar de a dos, se prepararon para ser padres. Durante los años realizando la labor encomendada, lo que cada uno había amado por separado sobre la humanidad era que, de la unión concebida por el amor, nacieran los hijos, haciendo que aparezca la familia, la cual crecía con la aparición de cada generación. Ellos soñaban con la posibilidad de tener esa vida, claro que con sus respectivas distinciones al ser sobrenaturales que no padecen enfermedad ni envejecimiento, manteniéndose la muerte alejada de ellos cuando viven tiempos de paz.
El nacimiento de un hijo siempre venía con dolor para las féminas sobrenaturales porque era una experiencia que solo los encarnados podían vivir, de ahí que, por más magia que pudieran tener, no había hechizo alguno que ayudara a la parturienta a calmar la intensidad de las contracciones, por ello, cuando Illari empezó a quejarse con llanto, Unay comenzó a desesperarse al no saber qué hacer para aliviar el dolor que sentía su amada. El recuerdo de un parto ejecutado en las aguas de un río, suavizando las quejas de la madre en labor con una dulce canción que es tan hermosa y triste a la vez, llegó a Unay, y sin consultarlo con Illari, la tomó entre sus brazos y la llevó hacia el río Pachachaca, el cual marcaba la frontera natural entre el Imperio Incaico y la tierra de los ChanKas. Colocando con delicadeza el cuerpo de su amada predestinada, Unay empezó a cantar esa melodía que recordaba con precisión, una que era triste porque narraba la historia de un amor que no pudo ser, pero la hermosa voz del brujo hizo que la canción captara la atención de Illari, logrando tranquilizarla y ayudarla a que concentre sus fuerzas cuando el momento de pujar llegó a pocos segundos de haber acabado la melodía.
Con palabras de aliento, Unay animaba a Illari a alumbrar a su primer hijo. En el preciso instante en que la cabeza de ese tan esperado ser salió de la madre, la luna que se contemplaba en todo su esplendor, empezó a brillar con mayor intensidad, dejando caer su luz sobre los brujos que estaban ayudando a su hijo a nacer. La luminosidad que se experimentó en ese momento ayudó a que ambos padres puedan contemplar claramente al recién nacido, el cual resultó ser una niña, una hermosa niña muy vivaz que lanzó su primer llanto, expandiendo sus pulmones, ni bien sintió el cambio entre dejar el cálido y protector vientre materno para llegar al mundo encarnado, uno que puede ser peligroso y frío cuando el mal sobresale ante el bien. El orgulloso padre envolvió en una gruesa manta a la recién nacida, que entregó a la madre para que la amamantara por primera vez mientras se ocupaba en lanzar un hechizo que permitió la limpieza del útero al retirar los restos de placenta. Illari lanzó un hechizo para revisar a su hija, constatando que su cuerpo encarnado estaba sano, sin imperfecciones. Si bien es cierto que los sobrenaturales nacen sin defectos físicos o de otro tipo, la costumbre de revisar a los recién nacidos humanos que ayudó a parir hizo que quisiera asegurarse de que nada estaba mal con su pequeña, cosa que hizo sonreír a Unay por la ternura que le provocó la reacción protectora de su amada Illari.
Ya en la vivienda familiar, los tres descansaban sobre el lecho matrimonial. Mientras la recién nacida se quedaba dormida tras tomar su primera comida de toda su existencia encarnada, los padres empezaron a discutir sobre el nombre que le pondrían, el cual era importante, ya que debía manifestar alguna característica que la representaría por el resto de su vida. Así fue como Illari, que significa “amanecer resplandeciente o fulgurante”, recibió ese nombre porque nació a las primeras horas del día, durante un resplandeciente amanecer, momento que el sol dejó ver sus fulgurantes rayos matinales. Y en el caso de Unay, cuyo nombre significa “anterior, remoto, primigenio”, se le entregó ese nombre porque al nacer lo hizo con una marca sobre el muslo izquierdo que era la misma que portó el primer brujo de su familia, de ahí que lo relacionaron con ese ancestro y lo llamaron de tal manera que todos recuerden que posee la marca del originario de su estirpe.
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Editado: 27.01.2025