Se paralizó su mandíbula y se desencantaron sus pupilas, que en una tempestad onírica interminable habría de suponer la confirmación de la relatividad cuántica y la aventurada transfiguración de su existencia.
Había cruzado los pies hacía muy poco en su camino por la vida, con entereza, y que parecían ya marchitos irresistibles, electrizados contra toda lógica como si hubiesen permanecido así desde hacía mucho tiempo y por la mismísima animadversión de sus incontables días exentos de propósito. Es decir, se había acostumbrado tanto caprichosamente a su resignación, que por fin lo que suponía para él la reencarnación de su sentimiento oprimido desde que era un imberbe habría de manifestarse contra viento y marea; el amor que según él le habían ninguneado le atravesó el pectoral. Era Ronald Kabalevsky un crío manutenido aun por sus padres debido a su corta edad a los casi dieciocho años, y que no habían estirado sus casi dos décadas, a la edad legal en su tierra natal Estados Unidos de America.
Como primera medida de su manifiesto de amor, Ronald divisaba desde su pupitre la lonchera de la profesora que dejaba entrever una manzana ya carcomida por el efecto natural de la putrefacción. Se había decidido por llevar una manzana para sus onces y recordaba que era el día internacional del profesor. Ana Montessori Bisonti no portaba de la plena consciencia de que un estudiante manifestara su platónico amor reprimido con ella, ésta que en realidad tenía facciones muy griegas y pueriles de descendencia italiana, no estaba nunca exénta de este tipo de declaraciones. Había algo determinante: Ana no recibió ningún presente y ni siquiera unas protocolarias felicitaciones por su día conmemorativo.
Ronald presumía con certeza que encontraba la oportunidad perfecta para demostrar sus encantos, mas una manzana es el detalle más popular en el mundo y entre otras cosas los profesores al recibirla no pueden interpretarlo de otra forma porque es lo cotidiano, sin embargo, no deja de ser importante y, de hecho, daría en el clavo por la sigilocidad y cautela que determinaba Ronald que en ese momento le atribuía el cielo. Esta vez la manzana de Adán jugaría a su favor y no la deglutiría convencido ciegamente él, sino más bien la profesora, su fruto prohibido del árbol de la vida esta vez haría las veces de la carta de petición para devolverles al paraíso, donde el amor fluye inocentemente como los animales que viven su vida en el presente y se dejan llevar por los encantos del instinto. No se lo pensó dos veces y procedió a actuar. Se levantó de su pupitre muy campante al haber terminado la clase y se refirió a la profesora muy ávidamente, antes de que se marcharan los compañeros.
—Oigan, nadie ha felicitado a la profe por su día —agregó—. Aquí le dejo este presente, profe. —Y se marchó con su corazón palpitando en sus manos y en todo su cuerpo, embarnisado de transpiración a la vez que le podia majestuosamente el sentimiento.
Todo amorío como primera flecha disparada por el soñador cupido, por la causa y el efecto deseado por esta. Primero tiene que pasar de ser impenetrable a hacer efecto: ocurrir, existir, manifestarse en el plano existencial y pasar a dejar una herida imaginaria en el corazón, muy profunda, para curarse y ser penetrable, alcanzable, duradera, y legitimarse en el mundo real, incluso hasta siempre luego de la trampa de la llamada para no retornar.
Luego del encanto sin posibilidad alguna de resistirse Ronald no tuvo otro motivo de resignación que morderse la lengua, quedó con las impetuosas ganas de actuar como siempre lo había hecho, pero no cabe duda de que él sentía en su corazón que el destino le había jugado a su favor, no obstante, la provocación del deseo, las intenciones, el poder del amor, le podían demasiado.
Al llegar a casa después de un trayecto no muy accidentado, malogró vivir de una forma diferente, que fantasear constantemente con la profesora, tenía clavada la espina de a lo mejor augurar un muy posible y rotundo no. La solución más perspicaz que le dio el destino fue desencantarse de la presión sentimental tan fuerte, y empezar a surtir las cartas para borbotear toda la brujería de la sopa del encanto, para que el hechizo surtiera efecto no sólo en él, sino también en su adorada.
Regó el tapiz, la madera de nogal, la periferia de su hogar, y todos los recónditos lugares de su corazón de ese verde fosforezente, para contemplar en su totalidad ese sentimiento tan profundo y para poder encontrarle significado.
Se apoderó de los brazos de morfeo para tomar una siesta y meditarlo con la almohada. Tuvo un sueño fecundo y de revelación febril se despertó su agonía de saber con certeza lo que iba a pasar y se durmió su ilusión al saber la realidad y al enterarse de que, si bien era posible pero no imposible, no iba a ser un camino poco accidentado, sino que más bien analógicamente era posible en efecto, y como lo único imposible en esta vida es la muerte, había una probabilidad muy remota, pero de alguna forma u otra alcanzable, pero poco probable.
Al día siguiente en una inhóspita estadía y en una insolada estancia en el recinto de cuatro paredes de terciopelo y asientos con rebestidura acolchonada para el coxis, se encontraba efectivamente en su colegio en el que muy pocos portaban de la concedida capacidad económica de entrar. Estaba desolado, muy solo contra el mundo, se sentía a portas de una crisis existencial que rogaba por si misma no pasar nunca más. Su amor platónico aun se encontraba interrumpido, como un duendecillo que ha perdido de repente el hechizo y que no puede brotar de la enorme olla sopera la riqueza de la suerte echada de sus moneditas de oro puro, el arcoíris de la felicidad y plenitud, impidiéndole en su soledad contemplar la belleza del termino de la tempestad inquebrantable.