¿Estás segura de esto? - Escucha la voz insinuante de su madre del otro lado de la línea. Maldiciendo por dentro, Audrey cierra los ojos, deja escapar un suspiro exasperado y juguetea con la línea del cable intentando calmar sus nervios. Jamás ha viajado sola. Jamás ha salido de los Estados Unidos. Y ahora que lo hace, sus padres...Pues son sus padres -Sé que debes estar pensando, Audrey, pero no te digo esto con ánimos de desestimar tu criterio. A lo contrario, me parece maravilloso que hayas mantenido tu palabra y tomado la decisión de igual forma- Aquello es una mentira, piensa Audrey. Si su madre la está llamando ahora, a esta hora de la mañana, es porque hay algo en su terco personaje que la hace creer que, si dice las palabras adecuadas, Audrey se va a arrepentir. Pero eso no va a pasar -...Pero precisamente por eso —Porque eres joven, decidida y soñadora— es que temo por ti. Porque, Audrey, yo también fui joven y me vi tentada por el pecado, por la vida fuera de casa, Europa...- Corta el hilo de su voz, pero Audrey puede imaginársela, sentada en el balcón de su casa, alargando el cable del teléfono para que el padre de Audrey no pueda alcanzar la conversación. La imagina observando el paisaje ante ella con su cigarrillo entre sus delgados dedos de señora; ella ahí, pero sus ojos en otra parte, como siempre –Audrey, todo eso puede sonar maravilloso, pero no es real. La vida no es siempre maravillosa. Apenas y es buena. Pero la vida de una mujer derrochada, soltera, aventurera... ¿Tienes idea de lo que les sucede a las mujeres que siguen los cuentos de hadas prometidos en Europa? ¡Terminan arruinadas! - Audrey cambia el peso de un pie al otro, y muerde su pulgar derecho. La ansiedad y el fastidio se mezclan causándole un ahogo desagradable. Considera colgarle a su madre, pero enseguida descarta tan ridícula idea –La vida real, Audrey, es la razón por la que existes tú ¿Tienes idea que hubiera pasado si yo hubiera seguido los cuentos de hadas, Audrey? -
¿Hubieras sido feliz?
Su madre nunca lo ha sido, por lo menos desde que ella nació, desde que conoció a su papá, desde que era una adolescente de 19 años y se comprometió con su papá, que para entonces tenía 24. Audrey había rebuscado fotos de su mamá toda su infancia, pero la más genuina era aquella foto tan icónica; Su mamá elegante, joven, en su cumpleaños número 18. Una docena de familiares, una docena de amigas y entre ellos, su padre, elegante, joven, con sus brazos varoniles envueltos alrededor de ella. Audrey había adorado esa foto desde que la encontró a los 9 años. Por más de una década, quiso poder recrear esa foto ella misma. Conseguirse un hombre joven, elegante, pero mayor, con más experiencia y más madurez. Ya estar saliendo con su futuro esposo cuando cumpliera la mayoría de edad. Y entonces, en su cumpleaños 18, cuatro años atrás, había estado junto a Kenneth, él envolviendo su brazo izquierdo alrededor de sus hombros, su colonia impregnada en su buzo universitario. Él tenía 22, ella 18. Su mamá había tenido 18, su papá 23. Y a los cuatro años, había nacido ella. Pero en algún momento entre los últimos cinco años, Audrey en había detenido a mirar la foto de nuevo, y por supuesto, nada había cambiado. El tiempo estaba detenido en el perfecto momento, dando la perfecta apariencia, pero Audrey...Audrey ya no veía la elegancia de su padre, si no su mirada cínica y tan seria, como si se encontrara en un sitio de su poco agrado, sus ojos siempre medio apagados, criticando con su mera expresión. Y su mamá tenía 18, pero ahí, en la orilla de sus párpados, en la dureza de sus facciones, siempre había sido la mujer infeliz de 45 años que no puede dejar el tabaco y el Chanel.
Cuando Audrey finalmente vio eso, por Dios, cayó en cuenta. Que ella iba por el mismo camino, que tenía 18, 19 años, y era tan infeliz como una mujer de 40. Así que pospuso el matrimonio desde el segundo que Kenneth se puso de rodillas poco después de que ella cumpliera 20 años, citando la universidad como un impedimento. Y a pesar de que él intentó presionarla para que dejara sus sueños laborales de lado, ella dejó muy en claro que primero se graduaría. Su madre desaprobaba, claro, pero el terror se apoderaba de Audrey al solo imaginarse a sí misma criando niños a los 22 o 23 años. No se casaría hasta después de volver de Ámsterdam, y no tendría hijos hasta que Kenneth la presionara al respecto. A veces, como insinuaba correctamente su madre, Audrey huía de las cosas. Huía de Kenneth. Huía de ellos. Huía a Ámsterdam. Lo más agobiante no era el hecho de admitir esto. Lo admitía, y hasta lo creía justificable. Huir no era malo, era una herramienta de supervivencia. El problema yacía en que se había quedado sin excusas, sin sitios donde esconderse, y aunque Ámsterdam se había presentado como un regalo impredecible, Audrey moría un poco cada vez que pensaba en que sucedería después.
-Audrey, al menos prométeme que te vas a cuidar. Sabes lo que dicen de los europeos. Muy liberales. Hasta aceptan...-Hizo una pausa y contuvo una exhalación de incredulidad- ¡A los homosexuales!-