«Mierda, mi batido».
—Deberías tener más cuidado, podrías hacerte daño. —Escucho la voz del muro contra el que he chocado por caminar mirando el móvil.
Sigo perdida en el punto exacto donde escuché su voz por primera vez. Quizás si hubiese levantado la mirada en lugar de centrarme en la mancha de mi vestido las cosas habrían sido diferentes.
Los colores oscuros del local compaginan con mi estado de ánimo. Mis ojos se dirigen a la gran fotografía de granos de café que adorna una de las paredes y no puedo evitar sonreír al recordar lo horrible que le parecía a Levi.
—Soy Levi. —Dice una voz a la que aún no le he puesto cara. Me ofrece unos pañuelos que acepto sin pensar. No me apetece ser simpática ahora, pero supongo que le debo una disculpa, al fin y al cabo he sido yo quien ha chocado contra él.
—Ana. Lo siento, no estaba atenta.
Mis ojos siguen fijos en la gran mancha. El blanco inmaculado ha quedado arruinado por el marrón del chocolate que ha caído sobre mí. Ahora tendré que volver a casa a cambiarme, perderé tiempo y llegaré tarde. ¿Puede pasar algo más hoy?
Suspiro sonoramente. Acabo de salir de una tutoría privada con mi profesora de Biología Molecular, en la que solo le ha faltado decirme gilipollas en la cara, porque lo de inepta me lo ha repetido varias veces. Odio sentirme inútil cuando sé que no lo soy, porque por mucho que me lo repita, sé que tengo las capacidades y el conocimiento necesario para poder sacar la carrera. Además, tener que ir a casa de mis padres no es lo que más ilusión me hace en el mundo. Ya puedo escuchar las palabras cargadas de veneno que me dedicará mamá por haber suspendido el último examen. Siempre ha sido muy estricta con nosotros pero conmigo en especial. Quiere que sea tan perfecta como ella, quiere que deje de ser tan... yo. Pero supongo que este hombre no tiene culpa de que mi día esté siendo un completo desastre.
—Ya veo.
Escucho su risa alejarse. Cuando decido levantar la mirada su figura se ha perdido entre la multitud. El destello dorado de su cabello es lo único que logro vislumbrar entre tanto peatón.
Juego con la pajita del batido que espera a ser consumido. Al coger el vaso las gotas de humedad se condensan y caen en la mesa. Sigo la trayectoria de las lágrimas de mi batido y fijo la vista en el pequeño charco de agua que se ha creado en la mesa negra.
Me gustaría decir que ya no me afecta, ya no duele. Pero quema. Siento cómo mi corazón late descontrolado mientras el pasado consume hasta el último ápice de vitalidad.
La esperanza es lo último que se pierde, ¿no? Me encantaría afirmar que no soy tan ilusa y que dejé de creer en los cuentos de hadas cuando era una niña, pero aquí me hallo, en nuestra cafetería favorita esperando que venga a por su usual café doble. Todo esto motivado por un sentimiento desesperado, ese al que te aferras cuando has perdido tanto que ya no te queda nada. La realidad es que la esperanza no es más que un engaño del universo, un analgésico del dolor. Claro que cuando estás en una encrucijada sin salida, aferrarte a un clavo ardiendo no parece tan mala idea. Spoiler: lo es.
La sonrisa de mis labios contrasta con la humedad que hace días no abandona mis ojos. Necesito salir de aquí, ni siquiera sé a qué he venido. Él se fue, me abandonó. Desapareció sin darme una explicación racional y sincera de lo que estaba sucediendo.
Me levanto regañando a mi subconsciente por seguir instándome a buscarlo, a verlo una vez más. Mi ojos están fijos en los trozos de chocolate que bailan con el vaivén que mis pasos crean en el líquido. No puedo seguir viendo a las parejas enamoradas que entran en el local ni observando cada detalle de este espacio que me recuerda a nuestras largas tardes de charlas sin sentido cuya única finalidad era pasar tiempo juntos. No puedo seguir haciéndome daño de esta forma. No debo.
Soy patética, me castigo sin filtro. Las lágrimas nublan mi visión logrando que choque contra el firme pecho de alguien.
«Levi».
Niego, intentando sacar la idea de mi mente, pero el olor mentolado que desprende la persona que debe estar acordándose de mis antepasados en estos momentos, no ayuda.
—¿Menta? —pregunto abrazada a su pecho.
—Nuevo aftershave.
Sus dedos guían mi mentón y esos preciosos ojos verdes chocan con la simplicidad del marrón de los míos. Me dejo abrazar por la intensidad que siempre lo rodea, la calidez de su sonrisa y dulzura de su caricia en mi mejilla.
—Me gusta.
Un par de milímetros separan nuestros cuerpos. Quisiera decir que con el tiempo me he hecho inmune a su magnetismo... Para qué mentir. Su dedo índice recorre mi rostro mientras sus ojos examinan cada centímetro de mi piel. ¿Cómo algo tan simple logra erizar hasta mi último poro?
—Me gustas.
Sus labios se encuentran con los míos y el fuego comienza a consumir nuestras almas.
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Editado: 28.03.2022