—Estoy bien —susurro apretando los labios con la esperanza de poder reprimir las ganas de llorar.
—A mí no me engañas. ¿Se te olvida con quién estás hablando, jovencita?
Una sonrisa sincera emerge de lo más profundo de mi ser. Tiene razón, a ella nunca he podido esconderle nada. Con tan solo una mirada era capaz de ver a través de mi alma y descifrar los rompecabezas en los que ni yo misma sabía que estaba intentando resolver.
—Abuela...
Mi voz es una caricia ahogada de dolor.
—Lo sé, cariño. —Asiente suavemente—. Dolerá un tiempo, pero llegará el día en que tu risa silencie el llanto. Solo entonces sabrás que estás sanando.
Sus labios arrugados siguen pintados del mismo rojo de siempre. Esos ojos azules me miran como si fuera el bien más preciado del mundo y su sonrisa es tan cálida como las brasas de una hoguera nocturna de campamento.
—¿Por qué has venido aquí? —pregunta con ese brillo en los ojos tan característico.
—No lo sé.
Suspiro centrando la vista en las mangas de la sudadera negra que Levi se dejó en casa. Dormir con su ropa era lo único que me permitía conciliar el sueño la primera semana. Ahora, es su olor que sigue impregnado en el tejido lo que me mantiene cuerda. O me vuelve loca, aún no lo he decidido.
—Claro que lo sabes, Ani. ¿Has conducido durante horas solo para sentarte en un mirador y llorar? Ambas sabemos que no.
«Ani». Es la única que me llamaba así.
—¿Qué quieres decir?
El frío comienza a calarme los huesos, a pesar de que el sol brilla en la cima de la montaña.
—Ya lo descubrirás.—Sonríe—. Estoy segura de que tarde o temprano terminarás aceptándolo. No dejes que el dolor te nuble el juicio. Hay cosas que es mejor dejar ir, cariño.
—¿Y si no puedo dejarlo ir? ¿Si no sé cómo?
Ríe como si la sabiduría en persona se hubiera presenciado ante mí y tuviera todas las respuestas a las grandes incógnitas del universo, al menos de mi pequeño universo.
—Podrás—asegura con tanta templanza y calma que siento que puede tener razón.
Su silueta comienza a desvanecerse. La angustia se agolpa en mi garganta, presionando mi tráquea, ahogándome. Ella también va a dejarme, otra vez.
—¿Puedes quedarte un poco más? —ruego abrazada a mis rodillas con la espalda pegada en la roca del mirador del lago.
—Esto tienes que hacerlo sola.
Le quito la razón con un movimiento de cabeza. La necesito a mi lado. Aquí, abrazándome, diciéndome que todo va a ir bien.
—Por favor... —suplico en un susurro.
—Eres fuerte, valiente e inteligente, recuérdalo. Cuídate, mi niña.
Me niego a volver la vista y ver que ya no está. Me niego a aceptar que sus palabras son fruto de mi mente castigada y su presencia un simple espejismo. Sin embargo, mis ganas de verla una vez más son más fuertes que la voz que me grita que no necesito cerciorarme de un hecho irrefutable.
—Te echo de menos —digo con la vista fija en el lugar exacto en el que hace segundos estaba su figura translúcida.
Cierro los ojos en busca de un poco de calma en mitad del caos dictatorial que consume mi interior. Inspiro profundamente y me preparo para enfrentarme al pasado.
A la derecha puedo ver el pueblo frente al que se extiende el magnífico lago mientras las montañas del fondo abrazan los límites del agua, haciendo que la escena luzca impecable. Las lágrimas secas arden en mi piel mientras observo la imponente imagen digna de una postal. He de admitir que recordaba el agua más azul, la vegetación más fresca y las casas más pintorescas. Supongo que no puede ser todo igual si yo no soy la misma.
—Despierta, amor.
Los primeros rayos de sol aún no han salido y el frío matinal sigue presente. En cualquier otro momento estaría molesta por tener que madrugar, pero cuando me mira así, me destroza. No puedo sentirme más afortunada de tenerlo a mi lado.
—Dímelo otra vez —ruego aún medio dormida.
—Despierta —hace una pausa para besar cada centímetro de mi escote— amor.
Me es imposible no reír cuando su barba de tres días roza mi piel.
—¡Para! ¡Por favor! —ruego entre risas mientras me retuerzo bajo su cuerpo, intentando zafarme de sus cosquillas incesantes.
La suave brisa roza mis pies e inmediatamente siento frío. Parece notarlo pues deja de torturarme con las cosquillas. Se sienta en nuestra improvisada cama —en la parte trasera de su furgoneta— y tira de mí hasta tenerme entre sus brazos. Mi espalda descansa sobre su pecho. Escucho su corazón martillear contra mis vértebras y su insaciable deseo contra mi espalda baja.
—¿Qué hora es? —pregunto frotándome los ojos. Frente a nosotros se extiende el imponente lago cuyas aguas aún no han sido bañadas por el sol.
—Las seis y media.
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Editado: 28.03.2022