Analise

|6| Culpable

¿Quién es más culpable el fuego que arrasa o el oxígeno que aviva la destrucción?

Las horas se han convertido en días, los días en semanas y las semanas no pasan. Es como si el tiempo se hubiese congelado, como si las leyes espacio temporales hubieran desaparecido.

Solo quedo yo, un alma perdida en mitad de un incendio de proporciones incalculables. Los recuerdos inundan mis pulmones y el pasado nubla mi visión, dejándome inmersa en una nube oscura e inexorable de tristeza desgarradora y soledad que no ilumina.

Los fantasmas del pasado me atacan sin piedad, me miran de frente y su sonrisa se hace más grande con cada lágrima que derramo. El goteo de sentimientos moja mis rodillas abrazadas al pecho y hace que la sensación de vacío sea cada vez mayor. Ni siquiera la epifanía del dolor es capaz de apagar las llamas que tratan de acabar conmigo.

Miro a mi alrededor en busca de un recuerdo feliz al que aferrarme, pero lo único que encuentro son recordatorios de momentos inolvidables que pasé a su lado.

Duele.

Decidida a salir de este bucle autodestructivo, me levanto del suelo, y tras coger una bolsa de basura de la cocina, me deshago de todo lo que podría volver a hundirme una vez me haya recuperado.

Nunca entendí el afán de hacer desaparecer el recuerdo de una persona que ha sido tan importante en tu vida, pero es ahora, encallada en la roca de la tristeza, cuando lo comprendo. Mi mente está exhausta, mi cuerpo ha comenzado a somatizar mi malestar y no sé cuánto tiempo podré seguir con esta pesada mochila de momentos felices arrebatados.

Las lágrimas ya se han secado, mas el dolor del pecho sigue latente. 

Sus fotos no cuelgan de mi pared ni descansan en el escritorio. El tulipán de madera que me trajo de Ámsterdam ha desaparecido, junto a los imanes de nuestros viajes y el gran oso de peluche que me regaló en nuestro segundo San Valentín. Sin embargo, su esencia sigue presente en el aire que respiro. 

Mi mirada se pasea por la habitación, deteniéndose en la cama, esa que tantas veces compartimos. Aún puedo vernos tumbados, abrazados, enredados en caricias.
 

Estoy perdida en la inmensidad de su mirada, en el irregular latido de su corazón y la profundidad de su voz. El contacto de su mano en mi mejilla hace que todo mi cuerpo se estremezca, quiero más de él.

Una sonrisa se forma en sus labios. Juro que si el mundo se acabara ahora, moriría feliz. 

—Nunca me cansaré de mi mirarte. 

Es la seguridad y sinceridad con la que pronuncia esas palabras lo que hace que mi corazón de un vuelco, tirando del extremo de mis labios hacia arriba. 

La poca distancia que nos separa se vuelve tan pequeña que es despreciable. Puedo sentir su respiración sobre mi piel mientras su pulgar me acaricia el labio inferior con tanta delicadeza, paciencia y sensualidad que hace que el mundo se haga agua, literalmente.
 

La vibración del móvil anunciando una llamada entrante, hace que vuelva a conectar con el ahora. 

—¡Ana, cariño! —dice emocionada—. Hace mucho que no pasan por aquí a vernos. 

«¿Qué?»

—Lo sé, hemos estado un poco... ¿ocupados?—Intento disimular sin saber muy bien qué decir.

Las llamas amenazan con consumir lo que queda intacto. Mis dedos juegan nerviosos con los mechones de pelo que caen sobre mis mejillas mientras camino de un lado a otro de la habitación.

—Lo sé, hija, pero intenten acordarse de nosotros al menos una vez al mes. —Su voz dulce y apenada hace que me sienta mal por tener que mentirle, ¿es que Levi no les ha contado nada?

—Sí, yo...

Me siento junto a la ventana, tratando de buscar la fuerza que me falta para confesarle a la mujer que ha sido como una segunda madre para mí durante cuatro años, que ya no estaré en su vida.

—Sé que mi hijo sigue enfadado con su padre, pero tiene que entender que hay cosas que es mejor perdonar.

—No, es que nosotros no...

—Lo siento, esta conversación debería estar teniéndola con él pero hace semanas que no se digna a coger mis llamadas. ¿Está bien?

¿Semanas? Joder, Levi, qué te cuesta cogerle el teléfono a tu madre y decirle que estás bien. ¡Ah! Y ya de paso contarle que no estamos juntos. 

—Sí, sí, no te preocupes. Simplemente tiene más carga de trabajo últimamente y... bueno, ya sabes cómo es. 

—¡Menos mal! —exclama con alivio sincero. Por lo que la conozco sé que se ha llevado la mano al corazón —. Estaba comenzando a preocuparme. 

—María, yo... tengo algo que... 

—Cariño, tengo que dejarte, Antonio necesita ayuda en la cocina. ¡Nos vemos el miércoles! 

—No, espera, es que ya no...—Cuelga.

¿El miércoles? Mierda, se me había olvidado por completo la fiesta de jubilación de Antonio. Tras cumplir sesenta y siete años, María quería hacer una pequeña reunión con familia y amigos para celebrar que por fin ambos están libres para viajar por todo el mundo y disfrutar de los años que les quedan juntos. Lleva meses planeándolo. He pasado mucho tiempo ayudándola a organizarlo. Además, le había comprometido a asistir y tratar de convencer a Levi de que dejara de lado las discusiones con su progenitor y acudiera conmigo. No puedo volver a esa casa llena de recuerdos y personas que quiero tanto como a mi propia familia y fingir que todo va bien, pero mucho menos puedo contarles la verdad a cinco días de la fiesta.




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