—Isan.
—¿Si? —responde divertido ante el tono amenazante del moreno.
—Largo.
Asiente con una sonrisa y desaparece de la estancia.
La cabeza empieza a doler y siento que la habitación está dando más vueltas que hace unos minutos. Tomo asiento en la silla negra de piel de Isan y dejo caer la cabeza hacia atrás. Me sorprende lo cómoda y mullida que es. Me pregunto si sentarse en una nube será igual. Quizás los dibujos animados tengan razón. Aunque, pensándolo bien, en unas historias las nubes son densos algodones de azúcar sobre los que descansar; y en otras, no son más que humo blanco incapaz de aguantar el peso de una pluma. Por supuesto, no soy una pluma y estoy lejos de serlo, pero ¿podría tumbarme sobre una nube?
—¿Vas a decir algo?
—¿Crees que una nube aguantaría mi peso?
Me mira confundido mas le cuesta disimular la chispa de diversión que le causa mi pregunta.
Su peso está totalmente apoyado sobre la pierna derecha mientras sus brazos cruzados se recuestan en el marco de la puerta. Tiene los músculos tensos y estoy segura de que no se debe a la incierta densidad de las nubes.
—Estás borracha.
—¡Guau! Sherlock, ¿alguna otra apreciación?
—Estás muy borracha.
—Y tú eres muy cobarde —me encojo de hombros como si las palabras que acaban de salir de mi boca fueran tan obvias como que el sol sale cada día.
Un destello doloroso cruza su mirada. Lo veo tan borroso que no me extrañaría estar descifrando mal sus emociones.
—Y tú una inmadura.
Mis mejillas se encienden con furor. El rosado se convierte en rojo fuego que consume hasta la última pizca de sentido común que podría quedar en mí.
—¿¡Yo!? ¿Una inmadura? —Río—. Aquí el único que huye cuando ve problemas eres tú, supongo que eso no se acerca mucho a tu definición de madurez.
—No, es mejor beber hasta no sostenerte en pie.
Alza una ceja mientras me mira como si supiera todo de mí.
—No seas hipócrita.
—Ana...
—¡Ni Ana ni ene! —Río sin saber muy bien por qué, supongo que el alcohol está haciendo efecto—. Eres el menos indicado para decirme qué hacer.
—En realidad, soy el más indicado. Te conozco tan bien como solo tú podrías hacerlo. Sé que mañana te arrepentirás de lo que has hecho hoy, y no porque esté mal, sino porque tú nunca has sido así.
—¡Me conocías! ¿De verdad piensas que sigo siendo la misma chica que pasó meses arrastrándose por tener un poco de tu atención? ¿Crees que volvería a pasar una noche entera bajo la lluvia esperando una explicación? Si sigues pensando que soy la misma Ana que dejaste tirada hace cuatro años, estás muy equivocado.
Las palabras salen de mi boca impregnadas en rabia y recuerdos del pasado.
Hace un mes que no sé nada de él. He intentado por todos los medios averiguar cómo está, aunque tampoco se necesita ser muy inteligente para saberlo.
Las conversaciones con Ágata sobre lo que hace o deja de hacer Hardy, no son suficientes. Sé que ella lo conoce y posiblemente sea, junto a mi y mi hermano, la única persona capaz de leer al moreno con facilidad. Sin embargo, necesito más que las palabras tristes de una anciana destrozada por la pérdida. Tengo que verlo, tengo que ver en sus ojos que no está autodestruyéndose.
Isan sigue en contacto con él y, aunque me ha dejado claro que por mi bien es mejor que no me acerque, no puedo evitar seguir intentándolo. Si fue capaz de apartarme con tanta rapidez, también podría volver a cambiar de opinión de la noche a la mañana. Así que, como casi cada día, aquí estoy, frente al gran portón de su casa.
Estoy empapada, la tormenta comenzó como una ligera llovizna refrescante, pero terminó siendo un diluvio que me caló hasta los huesos.
Toco el timbre, tiritando, esperando que la cálida sonrisa de Ágata me reciba como siempre, pero esta vez algo es diferente. Tras quince minutos tocando, pierdo la esperanza de que me reciba; supongo que la anciana habrá salido a comprar o estará descansando.
Las nubes dejan de descargar con tanta furia y el sonido de las gotas golpeando el concreto disminuye, permitiéndome escuchar la acalorada conversación que tiene lugar en el interior de la casa.
—¡No permitiré que la dejes ahí! ¿No ves que está lloviendo a cántaros?
—¡No pienso discutir esto contigo, Ágata!
—Hijo —su dulce voz cansada destila amor y compresión, tristeza y dolor—, esa muchacha lleva más de treinta días viniendo, preocupándose por ti. ¿Por qué te empeñas en seguir haciéndote daño? ¿No ves que alejar a todos no es la respuesta? La soledad forzada no traerá nada sano a tu vida.
—¡Me cansé de ella! No podía deshacerme de su compañía porque era la hermana de mi mejor amigo, pero ahora, bastante tengo con lo mío como para tener que aguantar a una mocosa que aún se orina en la cama.
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Editado: 28.03.2022