Anatomía del abandono (según quien te amó)

Capítulo 1: Y no quiero que el mundo me vea

A veces me pregunto si el recuerdo es un músculo. Uno que trabaja en reversa: cuanto más te duele usarlo, más fuerte se vuelve.

Hoy, ese músculo me está rompiendo el pecho. Estoy en mi estudio, rodeada de negativos, y todo lo que puedo ver es la luz que él me quitó.

Han pasado tres años, seis meses y doce días desde la última vez que lo vi. Tres años desde que Elias se esfumó, no como un fantasma, sino como un sol que decide apagarse. Y, sin embargo, cada mañana, mi primer pensamiento es una pregunta estúpida y traicionera: ¿Por qué, si me amaba, se fue?

El dolor tiene fases. Al principio fue la rabia, caliente y ácida, que me hacía querer quemar todas las fotos. Luego vino la negociación: Si me porto mejor, si demuestro que soy fuerte, tal vez regrese. Y ahora, tres años después, estoy en la fase más silenciosa y peligrosa: la Aceptación Desgarradora. Acepto que se fue. Pero me sigo negando a aceptar que no era real. Sigo creyendo, con la fe ciega de una adolescente, que Elias es el amor de mi vida. A pesar de todo el daño.

Miro la pared frente a mí. No es solo una pared, es mi Muro de Promesas. Está lleno de polaroids descoloridas y notas escritas a mano que robé de su cuaderno de Derecho. La que más me hiere es la que escribió con un bolígrafo azul barato, la caligrafía perfecta, casi arrogante, de alguien que sabe que su futuro está garantizado:

"Te veo, Aura, y no quiero ver nada más en este mundo. Eres el amor de mi vida, mi único refugio."

Lo juro, no hay nada de ironía en la forma en que lo releo. Él lo creía. Yo lo creía. Y por eso, el abandono de Elias no fue una ruptura; fue una traición a la verdad.

La Sala de Restauración: Donde Todo Era Auténtico

Nuestra verdad nació en el único lugar que era auténtico para ambos, lejos del lujo frío de su apellido y del caos caliente de mi pequeño apartamento: la Sala de Restauración del Museo de Fotografía Local.

Yo estaba allí como voluntaria, ayudando a catalogar y limpiar viejos negativos de la década de 1950. Era un trabajo delicado, silencioso, rodeada del olor a nafta y el moho del papel viejo. Era mi santuario.

Un día, Elias apareció. No sé cómo me encontró o por qué estaba allí. Llevaba una camisa blanca inmaculada, y su pelo oscuro estaba peinado con la precisión que solo un futuro político o CEO podía permitirse. Parecía una pieza de mármol en medio del polvo.

—Estoy... haciendo un trabajo de investigación histórica para la universidad —murmuró, con esa voz grave que siempre me hacía sentir que la temperatura de la habitación subía dos grados. —Necesito acceder a los archivos de la fundación de la ciudad.

El archivador estaba justo a mi lado. Él no me miraba a mí; miraba un retrato en blanco y negro, un rostro anónimo de una mujer en una protesta.

—El responsable está fuera —le dije, sin mirarlo, concentrada en mi lupa. —Si la foto es muy antigua, debes tener cuidado. Son frágiles.

Él sonrió, una curva de labios que duraba apenas un segundo, pero que era tan potente que me desarmó el diafragma.

—La fragilidad puede ser lo más bello, ¿no crees? Lo auténtico.

Esa fue la primera vez que vi detrás del traje caro. Detrás de Elias Alonso de la Torre (el nombre que me taladraba en la cabeza como el destino inevitable), había un chico que entendía que lo que se rompe es lo que más merece ser cuidado.

Ese día hablamos durante horas, sentados entre rollos de película y botellas de soluciones químicas. No hablamos de política o de mi barrio; hablamos de por qué la gente guarda secretos, por qué el arte es necesario, y de la sensación agridulce de saber que, tarde o temprano, todo lo que amas se va a ir.

“And all I can taste is this moment. And all I can breathe is your life…”

En la Sala de Restauración, rodeados de cosas hechas para ser rotas y luego reparadas, empezamos a construir algo que era puro y, por ende, condenado. Era nuestro lugar, nuestro secreto. Él no era el heredero; era el chico que se sentía invisible en su casa. Yo no era la fotógrafa luchadora; era la única persona que lo miraba a los ojos sin buscar algo a cambio.

Me gustaba la forma en que su mano se detenía a milímetros de un negativo de cristal, el miedo y el respeto que le tenía a la fragilidad. Me prometí que mi amor por él sería igual: respetuoso, cuidadoso, sabiendo que en cualquier momento podía romperse.

El Primer Daño

El primer indicio de que este amor era un error irreparable no fue un grito, sino un silencio.

Estábamos en su coche. No su coche, el coche con chófer de su padre. Me llevaba a casa a altas horas, algo que se había vuelto habitual. Yo le estaba enseñando el carrete de unas fotos que había tomado de un festival de música callejera.

—Mira a esta chica, Elias. Sus ojos. Es como si el mundo la estuviera rompiendo, pero ella sonríe. Es una belleza desafiante. Es la verdad.

Él se quedó mirando la foto. Su expresión se volvió sombría, como si la luz se hubiera apagado en un pasillo.

—Quiero que dejes de tomar fotos en esos lugares, Aura —dijo, su voz tan plana y fría que no lo reconocí.

Me reí, pensando que bromeaba.

—¿Me estás pidiendo que deje de documentar la vida? ¿Por qué?

—No es seguro —insistió. —Y no quiero que te relacionen con... esos ambientes.

—¿"Esos ambientes"? Son mi vida. Son las historias que quiero contar. ¿Te avergüenzan?

Él giró el rostro hacia mí. Sus ojos eran una tormenta.

—¡No! Me aterrorizan. Me aterroriza lo que mi familia le haría a cualquier cosa que yo tocara que fuera puro. Tú eres... la única cosa verdadera que tengo.

Entonces entendí. Él no quería que me ocultara porque me avergonzara. Quería que me ocultara porque me tenía miedo. Miedo a que su apellido, el poder frío de Alonso, me encontrara y me dañara.

—Elias, si crees que voy a dejar mi trabajo o mi verdad para encajar en tu... —empecé, pero él me cortó.




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