Anatomía del abandono (según quien te amó)

Capítulo 3: El espejo en la jaula de cristal

El vestido que elegí era el más simple que tenía: seda negra, sin adornos. Me recordaba a un negativo sin revelar, prometiendo una imagen que aún no se había manifestado. Me peiné el cabello de forma sobria, y el único toque de color era el rubor febril en mis mejillas. No iba a disfrazarme de rica; iba a disfrazarme de ausencia. Iba a ser el vacío que Elias había dejado.

Mi cámara, mi verdadera identidad, se quedó en casa. Llevaba conmigo solo el dolor y la convicción de que Alonso me había mentido. No iba a obtener una foto; iba a obtener una verdad.

La gala de recaudación de fondos se celebraba en el salón de baile del hotel más exclusivo de la ciudad, un templo al dinero y la superficialidad. La Torre Alonso, que había dominado mi vista toda la semana, parecía inclinarse sobre el edificio, marcando su territorio.

Logré entrar gracias a una invitación de prensa que conseguí a través de un contacto del museo (una pequeña mentira para un gran propósito). Una vez dentro, me sentí como una impostora, una especie que no pertenecía a ese ecosistema de joyas, trajes de esmoquin y risas huecas. La música de la orquesta era tan pulcra y perfecta que carecía de alma.

Busqué a Elias. Lo encontré de inmediato, y la punzada fue tan fuerte que tuve que aferrarme a la pared.

Estaba al lado de su padre, Alonso, que irradiaba una autoridad sombría. Elias era la viva imagen del éxito: impecable, distante, con una copa de champán que no parecía interesarle. Había una mujer rubia, alta y bellísima, a su lado, con una sonrisa demasiado perfecta, que le susurraba algo al oído.

El cambio era devastador. El chico que amaba la fragilidad del arte se había convertido en un monumento a la rigidez. Sus ojos, antes llenos de miedo y anhelo, ahora solo mostraban cortesía profesional.

Me acerqué, avanzando lentamente a través de la multitud, mi corazón latiendo un ritmo de guerra.

El Primer Impacto

Cuando estuve a unos metros, Alonso me vio primero. Su ceño se frunció, y su boca, que había estado sonriendo falsamente a un inversor, se cerró en una línea dura. El mensaje era silencioso pero brutal: Estás aquí. Acabas de condenar tu carrera.

Elias se giró al mismo tiempo que Alonso, quizás alertado por el cambio en la temperatura de su padre.

Y entonces, sucedió. Nuestros ojos se encontraron.

El mundo se detuvo, como el obturador de una cámara. Durante un solo segundo, vi al viejo Elias. El chico de la Sala de Restauración, el que me había prometido la eternidad. El shock puro, la desesperación y el recuerdo se reflejaron en sus ojos. Pareció jadear, y su mano se crispó en el borde de su copa.

Pero fue solo un segundo.

Luego, la máscara regresó, más impenetrable que antes. Su rostro se convirtió en el de un extraño. Era la persona más fría que había conocido. El hombre que me había amado incondicionalmente no existía; solo quedaba el abogado de Alonso.

—Buenas noches —dijo, su voz perfectamente modulada, sin una pizca de emoción. Me saludó como a una colega sin importancia, sin presentarme a la mujer rubia. —¿Busca a alguien en particular?

Sentí el fuego en mi garganta. Él me estaba negando. Me estaba negando la existencia de nuestro amor.

—Busco la verdad, Elias —contesté, mi voz baja para que solo él la escuchara, ignorando a Alonso que me taladraba con la mirada. —Y pensé que la encontraría aquí, en el corazón de su... evolución.

—Aquí solo encontrará inversiones y beneficencia, señorita —intervino Alonso, con un tono peligrosamente amable. —Nada tan dramático como la verdad que usted busca. Mi hijo está ocupado con los asuntos de la fundación. Si nos disculpa.

Estaban a punto de darme la espalda, de barrerme de la escena como si fuera polvo. Y justo cuando la dignidad estaba a punto de obligarme a huir, una voz me salvó.

La Intervención Inesperada

—¡Aura! ¡Pero mira quién está aquí!

Un hombre alto, con una sonrisa genuina y ojos amables, se acercó y me tomó por los hombros en un abrazo sorprendido. Su traje no era tan pulcro como el de Elias, y había una calidez en él que era completamente ajena a ese salón.

Era Gabriel. Lo recordaba vagamente: un amigo de Elias de la universidad, de un origen menos privilegiado, que siempre había parecido el único que no le temía a la presencia de Alonso. Había estado con nosotros alguna vez en el museo.

—¡Es un placer verte! ¿Vienes por el proyecto del archivo histórico? Te ves increíble.

El simple hecho de que Gabriel me tratara con normalidad, con calidez, rompió la burbuja de Alonso y Elias. La mujer rubia se apartó, confundida.

Alonso intentó intervenir, pero Gabriel no le dio tiempo.

—Elias, ¿no le has dicho a Aura que estoy trabajando en la reforma legal de la fundación? Ella es perfecta para documentar esto.

La tensión era palpable. Elias me miró, y por un instante, el terror regresó a sus ojos. Miedo a que yo lo arruinara todo. Miedo a que yo hablara.

—No. No hemos tenido... tiempo. Aura, Gabriel —Elias forzó una sonrisa. —Si me disculpan, debo presentarle a [Nombre de la Mujer Rubia] a unos inversionistas.

Y se fue. Me dejó allí, con Gabriel y la sombra de Alonso, que ahora me miraba como un depredador. Alonso se inclinó hacia mí.

—No se confíe en la amistad, señorita. Hay muchos peces pequeños dispuestos a hundirse por un pez grande. Mi consejo: váyase ahora y quédese con su "autenticidad".

La Conversación con Gabriel

Alonso se fue tras Elias, dejando a la mujer rubia sola por un momento, lanzándole una mirada de hielo antes de irse.

—¿Qué fue eso? —preguntó Gabriel, su sonrisa desvaneciéndose.

—Eso fue la vida de Elias —dije, sintiendo que mis piernas iban a fallar.

Gabriel me guio hacia un rincón más silencioso, con vistas a la ciudad que parecía tan pequeña desde allí.




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