Anatomía del abandono (según quien te amó)

Capítulo 4: La distorsión de la luz

El adiós en la terraza del hotel de lujo no fue un final; fue una incineración.

Elias se había convertido en ceniza en mis manos. Lo que quedó de él fue la certeza, fría como el mármol, de que el amor no siempre puede luchar contra la fuerza gravitatoria del deber y el miedo. Él me había amado tanto que eligió destruirme con la ausencia para que Alonso no me destruyera con la presencia. Era un razonamiento retorcido, cobarde, sí, pero ya no era la duda. Y el no-dudar era un consuelo cruel.

Me fui de esa gala con la cabeza baja, sintiendo la mirada de Alonso clavada en mi espalda, pero por primera vez en tres años, la lágrima que se deslizó por mi rostro no fue de desesperación, sino de rabia enfocada.

Tú me destruiste más al irte. La frase que le había escupido era la verdad más grande que había pronunciado desde que lo conocí. El abandono había dejado una herida abierta, pero al menos la verdad de sus ojos me había dado la dirección de la cicatrización.

En las siguientes cuarenta y ocho horas no hice más que limpiar. Limpié mi estudio, limpié los negativos, y borré los mensajes que había guardado. Quité la mayoría de las polaroids de su época de la pared, dejando solo la promesa solitaria: "Eres el amor de mi vida, mi único refugio." No porque creyera que regresaría, sino porque necesitaba un recordatorio físico de lo que era la verdad antes de que el dinero la convirtiera en mentira.

Mi cámara. Ella era la única que no me había abandonado.

Si el amor era una enfermedad costosa y el deber la cura, como Alonso había dicho, entonces mi pasión era el anticuerpo. Mi fotografía siempre había sido mi ancla, pero ahora era mi combustible.

El dolor ya no era un peso; era una lente. Una lente que amplificaba la injusticia, el vacío, y la destrucción. Mi proyecto de gentrificación había sido un ejercicio académico; ahora era una cruzada personal contra el apellido Alonso.

La Catarsis en la Demolición

Había un lugar en particular que Alonso había marcado para la demolición inmediata. Un antiguo teatro-galería en la zona de desarrollo. No era el museo donde Elias y yo nos conocimos, pero era un lugar de arte, de cultura local, y verlo morir era un símbolo de lo que Elias había hecho: sacrificar la belleza por el orden.

Fui al amanecer. La luz a esa hora es brutalmente honesta, revelando cada defecto, cada sombra. Necesitaba esa luz.

El teatro estaba cercado con una malla de seguridad barata, y un cartel gigante con el logo de la Corporación Alonso anunciaba la futura "Torre Cívica". Una ironía grotesca.

Entré sin permiso. El silencio dentro del edificio era tan pesado que podía cortarse con el aliento. En el vestíbulo, los restos de panfletos de obras pasadas se mezclaban con el polvo de la estructura moribunda.

Instalé mi cámara de formato medio. Quería que esta foto fuera tangible, que doliera en el papel. El proceso de encuadrar, de medir la luz, de ajustar el enfoque era un ritual. Era mi manera de decirle a Elias, a Alonso, y al universo entero: Esto es lo que me quitaste. Y yo voy a recordarlo.

Encontré mi objetivo: una claraboya rota en el techo. Un rayo de luz matutina caía como un juicio sobre el escenario vacío, iluminando la frase de una vieja obra de teatro garabateada en la pared con aerosol: "Cuando la verdad no es suficiente, necesitamos la belleza."

La escena era perfecta. Era la metáfora de mi vida: la luz de la verdad (nuestro amor) cayendo sobre el escenario de la destrucción (el abandono).

Me agaché, mirando a través del visor de mi cámara. El enfoque tenía que ser perfecto; quería que la textura de la pared agrietada fuera dolorosamente nítida. El obturador hacía un sonido fuerte y resonante en el silencio, un clic-clac que se sentía como un golpe contra el destino. Una, dos, tres tomas.

Mientras trabajaba, el mundo se desvaneció. La fotografía, en ese estado de dolor concentrado, era casi un trance. Mis manos, mis ojos y mi alma se movían en una coreografía precisa. Estaba dejando que la pena fluyera, no en lágrimas, sino en luz capturada.

Cuando estaba a punto de tomar mi quinta foto, escuché algo que rompió la concentración: un ruido metálico y una voz. No era la voz fría de un guardia de seguridad. Era una voz áspera, con un tono de frustración y autoridad.

—¡Maldita sea! ¿Ni siquiera pueden dejar la memoria en paz?

Me congelé. Guardias de seguridad, empleados de Alonso, lo que sea. No podía ser atrapada. Bajé la cámara y me pegué a la sombra de un panel de madera.

El Contraste

La voz venía de una sala lateral, una antigua oficina de producción. Escuché pasos. Eran pesados, decididos.

Un hombre apareció en el arco de la puerta. Y mi respiración se detuvo por segunda vez en la semana, aunque por una razón completamente diferente.

No era como Elias. Elias era de porcelana fina, tallado para la perfección corporativa.

Este hombre era de hierro forjado.

Llevaba pantalones de trabajo, sucios de polvo de construcción, y una camiseta gris de manga larga que acentuaba los músculos de sus brazos. No tenía un traje de diseño, sino unas botas de trabajo gastadas. Pero lo que me impactó fue su rostro: barba de dos días, mandíbula fuerte, y unos ojos de un color indefinido entre el gris y el verde, que me miraban con una intensidad desarmante. Parecía enojado, no por la vida, sino por la injusticia.

Me miró a mí, a mi cámara, y al trípode que delataba mi intrusión, pero su expresión no era de amenaza. Era de reconocimiento.

—¿Una fotógrafa? —Su voz era profunda, con un acento que sugería que no había pasado toda su vida en salones de baile. —¿Vino a tomar la foto de la autopsia o a intentar salvar al paciente?

Su pregunta fue tan directa, tan fuera del juego de la cortesía que me había rodeado toda la semana, que me desarmó.




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