La dirección que Leo Vargas me había dado me llevó a un almacén rehabilitado en una zona industrial en pleno proceso de aburguesamiento. Era el tipo de edificio que la Corporación Alonso aún no se había molestado en comprar, un refugio temporal para la vida real.
Subí unas escaleras de metal chirriantes y encontré una puerta de acero marcada con un grafiti artístico. Al otro lado, el estudio de Leo era un caos vibrante.
No era el caos que yo conocía: mi propio estudio era desordenado por falta de espacio. El de Leo era desordenado por exceso de vida.
Planos enrollados invadían cada superficie. Modelos a escala de edificios, hechos con cartón y espuma, estaban apilados junto a una mesa de dibujo enorme que era el centro neurálgico del lugar. Había libros de arquitectura, historia y leyes mezclados con latas de café a medio tomar y herramientas pesadas. El aire olía a madera cortada, tinta china y el optimismo sucio de la creación.
Esa autenticidad me golpeó con la fuerza de un puñetazo. Era la antítesis del mundo de Elias. Recordé la única vez que había estado en el apartamento de soltero de Elias antes de que su padre lo obligara a mudarse a la suite corporativa. Todo era blanco, minimalista, tan prístino que parecía inhabitable. Las pocas obras de arte que tenía eran caras, pero desalmadas; no eran suyas, sino inversiones.
—Aura. Pensé que no vendrías —dijo Leo, saliendo de una puerta lateral que supuse era el baño o un pequeño almacén. Llevaba una camiseta manchada de pintura y una energía que hacía que el aire vibrara.
—Si no hubiese venido, significaría que Alonso ganó —le dije, poniendo mi bolsa de trípode en el suelo. —No le daré ese gusto. Traje los negativos del teatro.
Leo se acercó a la mesa, despejando un rincón con un movimiento rápido para que yo pudiera extender mi trabajo.
—Bien. Vamos a ver el alma de ese lugar antes de que la conviertan en polvo.
Abrí la caja. Los negativos, pequeños rectángulos de dolor puro, estaban protegidos. Hablamos el lenguaje del trabajo. Leo me preguntó por la velocidad de obturación, por el tipo de película que había usado para capturar la textura del ladrillo, por el ángulo de la luz matutina. Eran preguntas técnicas, pero detrás de ellas latía una comprensión profunda. Él no veía solo la foto; veía la intención.
—La clave es la claraboya —expliqué, señalando una de las imágenes. —Esa luz que cae es la única parte intacta del edificio. Es la esperanza, o quizás, el juicio. Alonso va a destruir esto, pero no puede destruir la luz.
Leo sonrió con esa chispa que me había provocado una impresión tan extraña. Era una sonrisa libre de segundas intenciones, sin la capa de desesperación que siempre cubría los gestos de Elias.
—Lo que Alonso no entiende es que un espacio se puede demoler, pero una historia documentada no. Con estas imágenes, podemos probar que se trataba de un punto de referencia cultural. No solo un edificio viejo.
Mientras Leo examinaba los planos de zonificación que estaban desparramados, me perdí en una comparación brutal e inevitable.
El Prisionero y el Arquitecto
Elias y Leo. Ambos hombres de estructuras, pero con fines opuestos.
Elias: Futuro abogado de élite, atado a un código de deber que su padre había escrito. Recuerdo las tardes en la biblioteca de la facultad, mientras él estudiaba. Sus libros de Derecho Penal y Mercantil eran impecables, subrayados con regla, como si la precisión fuera una armadura contra el error humano. Su pasión estaba allí, sí, pero era una pasión enjaulada, dedicada a mantener el orden de la clase dominante. Su trabajo era justificar la estructura de Alonso. Recuerdo su mano, siempre pulcra, pasando sobre un código de leyes, y esa sensación de que él era un prisionero de papel. Me amaba en secreto, en la oscuridad, en la Sala de Restauración, porque allí no aplicaban las leyes de Alonso.
Leo: Arquitecto luchador, que usaba los planos de zonificación como un mapa de batalla. Su estudio era una declaración de guerra contra la pulcritud de la Torre Alonso. Sus manos eran todo lo contrario a las de Elias: fuertes, con los nudillos ligeramente hinchados, cubiertas de viejas manchas de tinta indeleble. Manos de alguien que construye la realidad, no que solo la administra. Su ley era la ley de la comunidad, de la funcionalidad, de la belleza.
—Esta es la clave, Aura —dijo Leo, interrumpiendo mi espiral de memoria. Señaló un pequeño párrafo en la ordenanza de la ciudad. —La ley de Preservación de Espacios con Valor Cívico. Alonso no declaró el valor de uso de ese teatro, solo el valor de terreno. Si podemos probar que el uso era cultural y que su demolición afecta directamente a la actividad artística circundante... tenemos una oportunidad.
Su pasión era contagiosa. No era la pasión reprimida y autodestructiva de Elias, que se traducía en besos desesperados. Era una pasión constructiva, que quería cambiar el mundo con hechos y estrategia.
Me senté en un taburete alto, sintiendo un cansancio emocional.
—Es un juego sucio, Leo. Alonso no juega según las reglas. Él las escribe. Elias... él me dijo que la única manera de sobrevivir a su padre es obedecer.
Leo se recostó en la mesa, cruzando los brazos sobre su pecho. Me miró, y su mirada era inquisitiva, pero no invasiva.
—¿Elias? El heredero de Alonso, ¿eh? Siempre fue un buen tipo, pero demasiado... cargado. Siempre sentí que le faltaba aire. ¿Eran muy unidos?
La pregunta era inevitable. Respiré hondo, la luz del almacén cayendo sobre mis hombros.
—Él era el amor de mi vida. Me abandonó para salvarme. Su padre lo obligó a elegir entre su deber y mi vida. Eligió que yo viviera, aunque fuera sin él.
El silencio en el estudio fue pesado. Leo no me ofreció frases vacías de consuelo. Solo asintió, entendiendo el peso de la tragedia.
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Editado: 10.11.2025