Anatomía del abandono (según quien te amó)

Capítulo 7: El retorno al santuario roto

La noche cayó como una manta sobre la ciudad, pero para nosotros, la luz apenas comenzaba. La confrontación con Elias había sido la inyección de adrenalina que necesitábamos. Su rabia y sus celos no eran una amenaza; eran una confirmación. El amor seguía vivo, pero enterrado bajo capas de miedo y deber. Y ahora, íbamos a exhumarlo.

—La Sala de Restauración —repetí, mientras Leo conducía su camioneta destartalada a través de calles secundarias. —El único lugar donde Elias se sentía a salvo de su apellido. Si hay una prueba de que él le tiene lealtad a ese mundo, está ahí.

—¿Y qué buscamos exactamente, Aura? —preguntó Leo, con los ojos fijos en el camino. —Una foto de Elias no es suficiente. Necesitamos algo que lo vincule personalmente a la preservación de la cultura de la zona. Algo que demuestre que su padre lo está obligando a actuar en contra de sus propios intereses éticos.

—Buscamos su verdad, Leo. No la que le obligaron a decirme, sino la que me dio sin palabras.

Mi mente voló de regreso a esos meses. En la Sala de Restauración del museo, Elias no solo me visitaba para hablar de leyes o arte. Lo usábamos como un escondite. Estábamos rodeados de objetos frágiles que necesitaban ser salvados. Recuerdo un día, en particular.

Estábamos catalogando una serie de negativos de cristal de principios de siglo. Él estaba fascinado por la fragilidad del material. Me había dicho que era hermoso cómo algo tan delicado podía conservar una imagen por tanto tiempo. Esa noche, él había estado especialmente silencioso, tenso. Me había confesado el peso de su apellido, el futuro programado por Alonso, y el pánico que sentía al ver cómo su vida se estaba convirtiendo en la de su padre.

—Si no puedo salvarme, al menos puedo dejar una marca de que fui real —me había susurrado, en lugar de un beso.

En ese momento, pensé que se refería a mí, a nuestro amor. Pero ahora, con la urgencia de la apelación, la frase cobraba un nuevo y desesperado significado.

—La ventana —dije de repente, sintiendo un escalofrío de certeza. —Hay una ventana en la Sala de Restauración. Es vieja, de madera, con una pequeña repisa irregular. Él estaba allí esa noche. Estaba mirando la ciudad, y yo lo estaba observando. Dejó su bolígrafo de la facultad sobre la repisa por un momento. Tiene que haberlo hecho allí.

—¿Hacer qué?

—Dejar su marca. Una inscripción. Algo pequeño que solo yo, o él, sabría dónde buscar. Una prueba de que el corazón de Elias no estaba en el edificio de su padre.

Leo asintió, acelerando. Había una sincronía entre nosotros, una comprensión que no necesitaba explicaciones largas. Él era la estrategia; yo era la memoria.

Infiltración Bajo el Manto de la Noche

Llegamos al viejo Museo de Fotografía. Afortunadamente, era un lugar con poca seguridad moderna. Leo, con sus habilidades de arquitecto que conocía la debilidad de las estructuras, encontró una entrada de servicio lateral que había quedado olvidada.

—Dame tu cámara, Aura —susurró. —Tú sube por la ventana de la oficina trasera, yo te cubro. Necesitas ir directamente a la Sala de Restauración. No tenemos tiempo.

Escalé la fachada de ladrillo con una facilidad que me sorprendió. La adrenalina había borrado el miedo. No estaba robando; estaba recuperando una verdad.

Una vez dentro, el museo olía a humedad y recuerdo. Todo estaba oscuro, silencioso, un templo abandonado. La Sala de Restauración estaba al final del pasillo. Abrí la puerta de madera con cuidado.

La luz de la luna llena se filtraba a través de la gran ventana. El aire era frío. Estaba de vuelta en nuestro santuario, pero el fantasma de Elias era más fuerte que nunca.

Me acerqué a la ventana, mi linterna de mano temblando. La repisa era de madera clara, gastada por el tiempo. Pasé mis dedos sobre el polvo, buscando algo. El polvo lo cubría todo.

—¿Encontraste algo? —La voz de Leo era un susurro desde la puerta. Él había entrado en la sala para asegurarse de que estaba a salvo.

—Dame tu pañuelo.

Tomé el pañuelo limpio de su bolsillo y limpié lentamente la repisa, la luz de mi linterna enfocada en la veta de la madera. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que rompería el silencio.

Y ahí estaba.

Tallado con la punta de algo fino (quizás el clip de su bolígrafo), con la misma caligrafía perfecta de sus notas de Derecho, la inscripción era diminuta, casi invisible.

No era una fecha, no era un nombre. Era una simple coordenada geográfica:

$$\text{13° 44' 25" N}$$

$$\text{89° 11' 15" W}$$

Me quedé sin aliento. Las coordenadas.

—¿Qué es? —preguntó Leo, acercándose con cautela, respetando el momento.

—Coordenadas —susurré, sintiendo el nudo en mi garganta. —Elias siempre decía que las coordenadas son más honestas que las palabras. No son un nombre que puede borrarse.

—¿De qué lugar son?

—No lo sé. Pero estoy segura de que...

Leo sacó su teléfono, la luz tenue de la pantalla iluminando su rostro concentrado. Tecleó los números. Esperó un segundo.

—Es... la dirección del antiguo Teatro Municipal. El que Alonso está a punto de demoler.

El impacto fue devastador. El teatro que estábamos tratando de salvar no era solo un caso de gentrificación; era el símbolo de su propia promesa. Él grabó el teatro como su ancla, su punto de verdad, antes de que su padre lo consumiera. Era su declaración de que, sin importar cuánto lo obligaran, ese lugar representaba su lealtad al arte y la libertad. Y ahora, él mismo tenía la orden de destruirlo.

—Es la prueba, Leo —dije, sintiendo que la emoción me desbordaba. —No solo es un conflicto de interés. Es una prueba de que su padre lo está obligando a destruir su propia alma.

La Dualidad del Amor y la Lucha

Leo tomó el mando. Sacó su propia cámara de alta resolución y comenzó a documentar la inscripción. El clic de su obturador era un sonido profesional, sin la carga emocional del mío, pero estaba lleno de la misma intención.




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