Anatomía del abandono (según quien te amó)

Capítulo 10: El regreso del fantasma prometido

Habían pasado exactamente seis meses desde la audiencia que partió la vida de Elias por la mitad. Seis meses desde que el silencio en el juzgado se convirtió en su admisión de culpa, su sacrificio final, y mi victoria más amarga.

La ciudad ya no era la misma. El viejo Teatro Municipal había sido salvado. Gracias a la apelación, ahora era la sede de la Fundación Vargas-Varela para la Preservación del Arte Cívico, una iniciativa que Leo y yo habíamos lanzado con el apoyo de la comunidad. Yo era la directora de documentación visual; Leo, el arquitecto y estratega principal.

Mi vida se había estabilizado. Leo y yo éramos inseparables, la personificación de la pareja perfecta de luchadores sociales. Compartíamos cenas rápidas entre planos y archivos, risas cansadas, la satisfacción de reconstruir algo real. Nuestro afecto era profundo, sincero, basado en el respeto y el propósito. Era un amor de cimientos, de funcionalidad.

Pero no era el amor de Elias.

Leo y yo nunca cruzamos la línea de la amistad. Hubo momentos, por supuesto. Tardes en su estudio con el olor a café y madera. Noches en que el cansancio nos hacía caer rendidos en mi sofá, su brazo firme sobre mis hombros. Yo sentía su deseo, la promesa tranquila de un futuro sano y sin sombras. Pero yo era una mujer con un fantasma.

Leo lo sabía. Era demasiado intuitivo para ignorarlo.

—Tu corazón sigue siendo un campo de batalla, Aura —me dijo una noche, mientras revisábamos bocetos para la nueva galería. —Y Elias sigue siendo el enemigo que más amaste.

—Él no es el enemigo. Es la víctima.

—La víctima que eligió su cárcel, Aura. Y el mártir que te dejó libre para construir.

Leo no me presionó. Él era la calma; Elias había sido el caos que yo buscaba. Yo admiraba a Leo, lo necesitaba, pero el vacío que Elias había dejado no era algo que pudiera llenarse con honestidad y propósito. Era un vacío con la forma exacta del anillo de oro blanco que guardaba, envuelto en seda, en el fondo de mi cajón.

El anillo. Mi prueba secreta del compromiso roto. Lo sacaba a veces, en las noches de insomnio, y lo ponía en mi dedo, recordando el frío tacto de Elias cuando me lo había deslizado, susurrándome que yo era su esposa para la eternidad. Esa promesa, ese pacto secreto, era el ancla que me impedía avanzar por completo con Leo. Yo no era libre. Era una viuda de un matrimonio fantasma.

No había noticias de Elias. Después de que su padre lo desheredó públicamente, se convirtió en un cero en el mundo de la élite. Su nombre fue borrado de los registros corporativos, su historia reescrita. Había buscado en la prensa, en los registros de abogados, pero era como si la tierra se lo hubiera tragado. Elias Alonso de la Torre ya no existía. Y a veces, en mi arrepentimiento, pensaba que yo había sido la verdugo.

—Tú tienes una bondad en el alma que Elias no puede borrar —me había dicho Leo. —Pero no puedes salvar a quien no quiere ser encontrado.

La Invasión de la Verdad

Era una tarde de miércoles, la hora azul. El aire olía a lluvia inminente. Estaba en mi apartamento, en mi estudio, revelando una nueva serie de fotos del teatro rehabilitado. Las imágenes eran luminosas, llenas de vida, una refutación visual a la geometría fría de Alonso. El éxito era palpable.

Me detuve un momento, mirando por la ventana hacia el horizonte, donde la Torre Alonso se alzaba, indiferente. Me pregunté, como hacía cada día, dónde estaría Elias. Si estaría bien. Si me odiaría.

El sonido del timbre me sobresaltó. Era inesperado. Leo tenía llave.

Fui a abrir, sintiendo una punzada de ansiedad. A través de la mirilla, vi una figura. Era más alta de lo que recordaba, vestida con ropa simple y sin marca, y con el cabello más largo.

Mi respiración se cortó. El mundo se detuvo, el sonido de la calle se apagó, y solo quedó el latido frenético en mis sienes.

Abrí la puerta.

Y ahí estaba él. Elias.

No el Elias de traje inmaculado que me miró con terror en el juzgado. Este Elias era diferente. Parecía más delgado, más endurecido. Su rostro, sin la máscara de la autoridad, estaba marcado por el cansancio, pero sus ojos oscuros, esos ojos que yo conocía mejor que los míos, estaban encendidos con una intensidad que no había visto desde esa noche de compromiso en la Sala de Restauración.

Me quedé paralizada, mi mano aferrada al pomo. No supe si gritar, llorar o correr.

—Aura —Su voz era áspera, profunda, el sonido de un hombre que había tragado el polvo de la derrota. No tenía el tono pulido de abogado; tenía el tono de la calle.

—Elias... —Mi voz fue un susurro roto. —No... no sé cómo me encontraste.

—No fue difícil. Busqué la verdad. Y la verdad siempre está cerca de Leo Vargas y del teatro que salvaste.

Señaló la cámara que colgaba de mi cuello. —Parece que estás bien. Que estás... libre.

La palabra "libre" me golpeó. Él se había convertido en un paria, y yo en una heroína. La inversión era completa.

—Entra, por favor.

Entró. Su presencia llenó mi apartamento con el olor a un pasado que yo había intentado sellar con yeso. Se quedó en el centro de mi sala, mirando el Muro de Promesas. Vio la foto del reflector que habíamos usado como evidencia, la prueba de su traición, ahora inmortalizada.

—La vi. En la prensa. La foto. Es hermosa. La luz... el juicio.

—La tomaste tú mismo al grabarlo, Elias —dije, encontrando mi voz, más dura de lo que pretendía. —Tú me diste la prueba que te condenó.

Elias se giró lentamente, y me miró con una expresión de humildad que nunca le había visto. Se veía despojado, como un guerrero que ha perdido todas sus armaduras.

—Lo sé. Y no vine a arrepentirme de eso, Aura. El día que me fui, lo único que tenía que ofrecerte era la vida. Si no hubieras hecho lo que hiciste, Alonso habría seguido ganando. Él me habría obligado a destruirte lentamente desde dentro. Me diste una salida. La única.




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