Anatomía del abandono (según quien te amó)

Capítulo 14: Nuestro renacimiento

El aroma a trementina, cedro recién lijado y café cargado era el nuevo perfume de mi vida. Había reemplazado el aire acondicionado de alta eficiencia, el mármol frío y el olor a colonia cara de la Torre Alonso.

Había pasado exactamente un año y dos meses desde que Elias Alonso de la Torre, el príncipe desheredado, había cruzado el umbral de mi apartamento, despojado de todo menos de su verdad. Un año y dos meses desde que Leo se había ido, con la dignidad silenciosa de un héroe que sabe que el amor, a veces, exige más que la paz. Un año y dos meses desde que elegí la eternidad de la tormenta por encima de la estabilidad de la calma.

Hoy, la tormenta se sentía, por primera vez, como un hogar.

Estaba en el pequeño estudio que habíamos montado en el segundo piso del apartamento, un espacio lleno de luz natural, donde mis cámaras convivían con las herramientas de carpintería y los frascos de tintes. Miraba por la ventana, no buscando una señal de peligro o una sombra del pasado, sino esperando el regreso de Elias.

El Renacimiento de Elias: El Taller

Elias ya no trabajaba en un "taller". Había fundado el suyo propio, en un barrio de artesanos, a veinte minutos en bicicleta. Lo había llamado, con un guiño a nuestro pasado y a mi vida, "Coordenada Artesanal". Se dedicaba a lo que más amaba: la restauración de muebles antiguos, instrumentos musicales desgastados y obras de arte en madera olvidadas.

Era un trabajo duro, físico. Sus manos, que antes solo conocían el tacto suave del papel de los contratos y la seda de la ropa, estaban ahora callosas y firmes. Había una cicatriz pequeña en su pulgar, un recordatorio de que ahora se ganaba la vida con el sudor y la precisión, no con el apellido. Pero la luz en sus ojos, la que yo había visto por primera vez en el museo, era permanente, sin la intermitencia del miedo.

El éxito no había sido instantáneo, pero sí constante. Los coleccionistas de la ciudad, al enterarse de que el ex-heredero de Alonso se había convertido en un talentoso restaurador, curiosos al principio y luego genuinamente impresionados por su meticuloso trabajo, empezaron a encargarle piezas. Él no cobraba precios exorbitantes, sino el precio justo del arte y el tiempo.

El dinero que ganaba era suficiente. Suficiente para pagar el alquiler, para comprar buen café y buen vino, para reinvertir en herramientas. Suficiente para la dignidad. Y esa dignidad era el cimiento más sólido que jamás habíamos tenido.

Recordé la primera vez que vi un mueble restaurado por él. Era un antiguo escritorio de roble, despojado y gris cuando lo encontró. Elias lo había devuelto a su vida. La madera brillaba con una calidez profunda, las vetas narraban su historia, y cada cajón corría suavemente, sin resistencia. Al verlo, no vi solo un escritorio; vi su propia alma. Había tomado su vida rota y la había restaurado a su verdad original.

Esa era la prueba que yo le había exigido: vivir. No un acto épico de martirio, sino una lenta y dolorosa reconstrucción de sí mismo. Y cada día, Elias pasaba esa prueba con la paciencia de un artesano.

La Unicidad de Su Amor: La Ausencia de Fantasmas

Me senté en mi escritorio, revisando fotos del viejo teatro, que seguía siendo el corazón de mi trabajo con la Fundación. Lo que me daba más paz no era el éxito del proyecto, sino la ausencia de fantasmas en mi propia casa.

La Aura de hace un año vivía en un estado de alerta perpetua: cada toque telefónico era una amenaza, cada silencio de Elias una premonición de abandono. Ahora, el silencio era solo eso: silencio. Paz.

Mi amor por Elias se había transformado. Ya no era una obsesión tóxica o una necesidad febril. Era un anclaje. Él ya no me daba la intensidad del caos, sino la intensidad de la presencia.

Se queda. Era el mantra que me repetía. Se queda para discutir sobre qué comerán, se queda para ayudarme a montar mi equipo fotográfico, se queda para celebrar las pequeñas victorias de la Fundación. Y lo más importante, se queda en el momento del conflicto.

Una vez, tuvimos una fuerte discusión sobre el dinero. Yo, acostumbrada a la autosuficiencia, quería pagar una parte más grande del alquiler, sintiéndome culpable por la ruina que él había aceptado. Él se había enojado. No con la furia controlada y distante de un Alonso, sino con la frustración genuina de un hombre que quería proveer.

—No me quitaste mi vida para que me mantengas, Aura —me había dicho, sus ojos oscuros llenos de dolor. —Me quitaste mi prisión y me diste la oportunidad de ganarme mi vida. Y te ganaré a ti. Por favor, permíteme ser tu socio, no tu deuda.

La discusión no terminó con un portazo o un silencio punitivo. Terminó con él lavando los platos, y a los diez minutos, regresando para pedir perdón por su tono. Era la demostración de la madurez que yo había exigido. La lección de Leo, el arquitecto de la estabilidad, había sido aprendida por mi hombre épico.

Me pregunté a menudo por Leo. Sabía, a través de terceros de la Fundación, que le iba bien. Había iniciado un gran proyecto de viviendas sociales en el sur y estaba saliendo con una abogada especializada en derechos civiles, una mujer con la que, según me contaron, "comparte la misma calma metódica". Sentí una punzada de alivio y una profunda gratitud. Él había encontrado la paz que merecía. Él no era mi destino, pero fue mi navegante.

El Desmantelamiento de la Sombra: Alonso y la Verdad

El fantasma de Alonso de la Torre seguía siendo una presencia silenciosa, una sombra lejana que no se atrevía a cruzar el umbral. Elias me había contado cómo Alonso, tras desheredarlo, había intentado varias veces contactarlo a través de terceros, ofreciéndole pequeños trabajos, pequeños sobornos para que regresara a la órbita de su poder.




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