Anatomía del abandono (según quien te amó)

Capítulo 16: Anatomía de la esperanza

La derrota de Alonso de la Torre en la junta de fideicomisarios no fue un estruendo, sino un susurro. Una victoria quirúrgica, limpia, ejecutada con la precisión de un artesano que golpea la veta más débil de la madera. La Fundación Vargas-Varela estaba a salvo, y con ella, la causa que le había devuelto el propósito a mi vida.

La calma que siguió a esa batalla no era el silencio temido de una tregua, sino la paz profunda que solo se gana con el esfuerzo honesto. Habíamos pasado la prueba de la estabilidad. Habíamos demostrado que nuestro amor, nacido en el caos, podía florecer en la permanencia.

Nos encontrábamos en el Taller "Coordenada Artesanal". Elias estaba lijando los acabados de un violonchelo antiguo, una tarea que requería una paciencia casi meditativa. Yo estaba sentada en un banco, fotografiando el detalle de las manos de Elias: fuertes, manchadas de barniz, expertas. Las manos de un hombre que se había reconstruido a sí mismo.

—Mira esto, Aura —dijo Elias sin levantar la vista, su voz suave como el polvo de madera. —Esta madera de arce tiene más de cien años. Fue golpeada, descuidada, incluso tuvo un nido de termitas en el diapasón. Pero si miras con la luz correcta, la herida no es la destrucción, es la memoria. Mi trabajo no es borrar la historia; es darle una voz nueva.

Dejé mi cámara. La metáfora era tan obvia, tan ligada a nuestra propia historia, que no necesitaba ser explicitada. Él no quería borrar el pasado de Elias Alonso de la Torre. Él quería que esa historia resonara con una nueva, más fuerte y más verdadera melodía.

—Tu trabajo es arte puro, Elias —respondí, sintiendo el orgullo cálido que me inundaba. —Creaste tu propia dignidad.

Él se enderezó, limpiándose el sudor de la frente. Su mirada se encontró con la mía, y vi en ella el brillo de nuestro futuro, no la sombra de su pasado. Habíamos superado el miedo a Alonso, el miedo al abandono, y ahora solo quedaba la inmensidad de lo que podíamos construir.

El Desplazamiento del Horizonte

La boda estaba a tres meses de distancia. La lista de invitados era corta, la comida sería sencilla, y el vestido era un diseño simple que yo misma había bocetado. El único lujo era el lugar: la Sala de Restauración del teatro, la coordenada.

Esa tarde, volvimos al apartamento, agotados por el trabajo, pero llenos de una energía silenciosa. Mientras yo cocinaba, Elias estaba pegando pequeños detalles del violonchelo en el comedor, transformando nuestra mesa en su banco de trabajo.

—¿Te has imaginado nuestro hogar después de la boda, Aura? —preguntó Elias, de repente, sin preámbulos.

—Claro que sí. Seguiremos aquí. Tú con tu taller creciendo, yo con mi fotografía para la Fundación. Quizás compremos una casa pequeña en un par de años. Que tenga espacio para un gran estudio fotográfico y un taller aún más grande.

Él sonrió, pero su sonrisa era diferente. Tenía una luz reservada, una expectativa que aún no me atrevía a nombrar.

—Yo me refiero a… el contenido de ese hogar, Aura. No solo a la estructura.

Me tensé. Dejé de cortar las verduras. Me di cuenta de que, por primera vez, desde que habíamos resuelto el conflicto de Alonso, él estaba tocando la única puerta que yo mantenía cerrada bajo llave.

—El contenido eres tú y soy yo, Elias. Y nuestras cámaras y tus herramientas. Y mucho café.

Él dejó el pegamento y se acercó a mí. Me tomó de las manos, que aún sostenían el cuchillo. Su tacto era cálido y familiar.

—Y un eco, Aura. Un sonido nuevo. ¿Nunca te has imaginado… el sonido de un niño en esta casa?

El cuchillo resbaló de mis dedos y cayó sobre la tabla con un golpe sordo.

El aire se hizo denso. El miedo ancestral, el que se había forjado en la traición de mi padre y el abandono de Elias, regresó con una fuerza abrumadora. Era el único miedo que mi amor incondicional por Elias no podía disipar.

—No, Elias —dije, mi voz seca. —No me he imaginado eso.

Me zafé de su agarre y me alejé, limpiándome las manos nerviosamente.

—El amor que siento por ti es absoluto, Elias. Es el centro de mi mundo. Pero el universo que creamos… ese universo es solo para nosotros dos.

La Geometría de la Resistencia

Elias no se ofendió. No se retiró. Me observó con una paciencia que solo la verdad absoluta permite. Él había aprendido que las batallas más importantes se ganan con la presencia inquebrantable, no con la huida.

—Háblame de ese miedo, Aura —me pidió. —Dime de dónde viene esa certeza de que no debe haber nadie más.

Caminé por la sala, sintiendo que el suelo se inclinaba. No era justo. Habíamos ganado la guerra. ¿Por qué tenía que empezar otra?

—Viene del abandono, Elias. Viene de la traición. Mi vida ha sido una serie de personas que se van. Mi padre, mi madre, tú… Me encontraste en la ruina, y yo te saqué de ella. Ambos somos supervivientes. ¿Cómo le prometemos a una vida nueva una estabilidad que a nosotros nos costó casi la muerte conseguir?

Me detuve frente a él. Mis ojos estaban llenos de las lágrimas que no había derramado en la junta directiva.

—No tengo miedo de perderte a ti. Te elegí, y sé que te quedarás, lo demostraste. Pero tengo miedo de fallarles. De que nuestro amor sea tan épico que no quede espacio para la ternura mundana. Tengo miedo de traer a un niño al linaje Alonso. De que herede tu mente brillante, pero también tu maldición. ¿Y si él huye? ¿Y si yo huyo?

Elias escuchó cada palabra. Él había entendido. No era egoísmo; era un miedo fundacional.

—El linaje Alonso no existe más, Aura —dijo, su voz baja y resonante. —Mi padre lo perdió todo cuando yo me negué a ser su extensión. El niño que tuviéramos no sería un Alonso de la Torre. Sería tu hijo, Aura. Y mi hijo. Sería un Vargas con manos de restaurador.




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