Anatomía del abandono (según quien te amó)

Capítulo 18: Nuestra permanencia

La mañana de nuestra boda no fue un torbellino de nerviosismo o preparativos frenéticos, sino una meditación prolongada. El apartamento olía a madera recién pulida, el aroma que se había convertido en el perfume de nuestra verdad. Me había vestido sola, con mi vestido simple que yo misma había diseñado. No era blanco marfil de alta costura, sino un tono crema con una caída fluida, desprovisto de encajes o adornos innecesarios. Su belleza residía en su honestidad estructural.

Elias estaba abajo. No lo había visto desde la noche anterior. La tradición nos exigía una separación que, en nuestro caso, era una pausa dramática. La noche anterior, no habíamos hablado de la boda; habíamos hablado del futuro. De la casa con el estudio grande y el taller más grande, y del boceto del niño en el papel. El miedo ancestral de Aura se había rendido ante la certeza de la permanencia de Elias.

Bajé las escaleras. Elias me esperaba en el umbral, vestido con un traje de lino color arena, cuyo corte sencillo y elegante enfatizaba su nueva masculinidad: fuerte, trabajadora y libre de las ataduras del mármol. Sus manos no estaban manchadas de barniz, pero la cicatriz en su pulgar brillaba a la luz de la mañana, el recordatorio de que ahora se definía por lo que construía, no por lo que poseía.

Al encontrarse nuestras miradas, el mundo se detuvo. No había sorpresa, solo reconocimiento. Era el encuentro de dos almas que habían luchado en la oscuridad y se habían encontrado, finalmente, en la luz.

—Estás aquí —susurré, sintiendo la inmensidad de esa verdad.

—Siempre aquí contigo, Aura —respondió él, repitiendo la inscripción del trozo de nogal. —Este es el día en que la promesa secreta se convierte en el cimiento del mundo.

La Coordenada como Santuario

Llegamos al museo. La Sala de Restauración ya no era la coordenada de nuestra huida o de nuestra confrontación; se había transformado en nuestro santuario.

El espacio estaba bañado en luz suave. Habíamos optado por no llenar el lugar con flores, sino por dejar que el arte y la historia hablaran por sí solos. En el centro, donde antes estaba la mesa de trabajo de Elias, se erigía un simple arco de madera de cedro, tallado por él mismo. Su aroma era dulce y terroso.

Nuestros invitados eran el reflejo de nuestra vida redimida. Estaban los dos aprendices de Elias, con sus rostros jóvenes y llenos de orgullo; estaban mis colegas de la Fundación, la gente que creía en la nobleza de mi propósito. Y allí, en un rincón discreto, vestido con elegancia sobria, estaba Leo.

Leo me sonrió. Una sonrisa de paz, no de renuncia. Había venido con la abogada que ahora era su socia en la vida, una mujer de expresión inteligente y serena. Al ver a Leo, sentí una oleada de gratitud inmensa. Él no era mi destino, pero sin él, Elias no habría aprendido la lección de la permanencia. Leo se había asegurado de que mi corazón estuviera lo suficientemente estable para recibir el amor incondicional que, al principio, parecía una tormenta.

Elias y yo nos colocamos bajo el arco de cedro. El oficial del registro, un hombre mayor y amable, comenzó la ceremonia. Pero tan pronto como terminó el preámbulo legal, Elias me miró y me tomó las manos. Sabía que los votos tradicionales no serían suficientes para sellar una historia tan atípica.

Los Votos de la Reconstrucción

—Aura Vargas —comenzó Elias, su voz fuerte y clara, resonando en la sala que tantas veces había sido testigo de su desesperación. —Yo no vine a ti con promesas fáciles. Vine a ti con el terror de un hombre que había perdido su alma y que solo se salvó al encontrarte. Mi primer acto de amor fue la huida, un intento trágico de protegerte con mi exilio. Mi amor era incondicional, sí, pero era inmaduro. Era la épica de la destrucción.

Me tomó el anillo de mi mano. —Tú me pediste que probara que yo quería vivir por ti. Me pediste que cambiara el mármol por la madera, el contrato por el honor. Y yo acepté. Me convertí en el restaurador, el que usa sus manos para devolver la verdad a lo que fue golpeado.

—Hoy —continuó, volviéndome a poner el anillo—, te juro, no por la muerte, sino por la vida. Te juro que cada día de mi existencia será un acto de permanencia. No te prometo una vida sin tormentas, pero te prometo que en cada tormenta, yo seré el ancla. Te prometo que defenderé tu propósito y tu corazón contra toda sombra, sea Alonso, sea la ambición, o sea el miedo. Te juro ser el socio, el esposo, y el padre que se queda. Te amo. Incondicionalmente. Para siempre.

Las lágrimas corrían por mis mejillas. La pureza de su juramento no estaba en la pasión, sino en la responsabilidad que había abrazado. Mi turno llegó, y me sentí la guerrera de la coordenada, lista para el compromiso final.

—Elias Alonso de la Torre —empecé, mi voz teñida de emoción. —Yo te amé cuando eras un fantasma en el museo, un hombre atrapado en la jaula de mármol de tu padre. Te elegí sobre la estabilidad, sobre la calma, porque tú eras mi verdad inquebrantable. Mi primer acto de amor fue el sacrificio, pero mi amor era también inmaduro; era el miedo a ser abandonada de nuevo.

—Tú me enseñaste que el amor incondicional no se prueba con el martirio, sino con la paciencia. Me diste el espacio para sanar, para enfrentar a tu padre, y para elegir libremente nuestro futuro. Tú no solo restauraste piezas de arte, Elias; restauraste mi corazón de niña abandonada.

—Hoy, en esta Sala de Restauración, mi coordenada, te juro mi vida. Te juro que nuestra historia, de ahora en adelante, no será un eco del abandono, sino una sinfonía de la creación. Te juro que abrazaré la expansión de nuestra coordenada, que seré la madre que no teme al futuro, porque sé que el padre de mi hijo será el hombre de honor que elegiste ser. Te amo. Incondicionalmente. Con la pasión que me devolvió a la vida y con la paz que me permite vivir. Para siempre.




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