Anatomía del abandono (según quien te amó)

Capítulo 19: La belleza de la espera

Habían pasado seis meses desde el día que nos casamos en la Sala de Restauración. Seis meses de una paz que se sentía menos como una calma casual y más como una estructura deliberada. Nuestra vida no era un torrente de drama, sino una sinfonía de rutina: el olor a café por la mañana, el sonido rítmico del cincel de Elias en su taller, las llamadas con la Fundación, y las noches dedicadas a la lectura o a los planos de futuro.

La casa se había transformado en un verdadero laboratorio de permanencia. Cada mueble estaba allí por una razón, cada obra de arte menor restaurada por Elias era un testimonio de que las cosas rotas pueden volver a ser funcionales y hermosas. La sombra de Alonso, y su imperio de mármol frío, se había reducido a una anécdota lejana, una memoria de la cual Elias solo conservaba la lección: que el honor y el trabajo son el verdadero legado.

Pero había una tensión silenciosa en el aire, una coordinación que no podíamos medir con un GPS. Era la coordenada biológica.

La Obsesión de la Precisión

Elias, con su mente de restaurador, estaba inmerso en su proyecto más complejo hasta la fecha: la restauración de un antiguo reloj de péndulo del siglo XIX de un edificio gubernamental. El mecanismo interno, con cientos de diminutas ruedas dentadas, resortes y engranajes, exigía una precisión que rozaba lo obsesivo. Él trabajaba horas, con lupas y herramientas finas, intentando devolver el tiempo perdido a esa maquinaria.

Yo lo observaba. Su dedicación a la precisión del tiempo físico contrastaba con mi propia obsesión por el tiempo biológico. El hombre que había tallado nuestra coordenada en un arrebato de desesperación, ahora se dedicaba a medir meticulosamente los segundos.

Yo, que siempre había sido la guerrera de la coordenada, la que fotografiaba la verdad sin adornos, me había convertido en una esclava de las aplicaciones de fertilidad, de los termómetros, y de las fechas.

La decisión de expandir la coordenada, de tener un hijo, había liberado la última cadena de mi miedo, pero había abierto la puerta a una nueva ansiedad: la ansiedad de la creación. ¿Y si mi cuerpo, como un territorio herido por el abandono, se negaba a albergar la vida? ¿Y si el destino que siempre nos había forzado a luchar, nos negaba ahora la paz?

Una tarde, me senté en el estudio, observando a Elias trabajar en el mecanismo del reloj. Había desmantelado el corazón de la máquina, y las piezas se extendían sobre su mesa, limpias y brillantes, esperando su reensamblaje.

—Es irónico, ¿no crees? —dije, sin mirarlo. —Tú, el hombre que una vez detuvo el tiempo y borró coordenadas para huir de su destino, ahora estás luchando por devolver la precisión a un reloj.

Elias sonrió, sin levantar la vista.

—La huida es el error más grande, Aura. El tiempo no se detiene; solo se malgasta. Ahora, mi objetivo no es huir, sino honrar cada segundo. Y la precisión es mi juramento. Si cada diminuto engranaje está en su lugar, el reloj marcará la verdad. Esa es la lección.

Me levanté y me acerqué a él. Su cabello estaba salpicado de polvo de latón, y sus ojos estaban concentrados.

—¿Y qué pasa si el tiempo biológico no sigue la misma geometría que tu reloj, Elias? ¿Qué pasa si hemos esperado demasiado?

Él dejó caer su lupa, y por fin, me miró, sus ojos azules llenos de una paciencia inmensa.

—Aura, el amor incondicional no tiene calendario. Si la coordenada se expande hoy, es perfecto. Si se expande en un año, es igualmente perfecto. Te amo a ti. El niño es la expansión de ese amor, no la condición del mismo. Mi promesa de permanencia es contigo, no con el concepto de familia. No hay más miedo. No hay más prisa. Solo hay espera.

Sus palabras fueron un bálsamo. Elias me había recordado la lección final de Leo: la estabilidad. Me había enseñado que la vida no era una carrera contra el tiempo, sino una estructura paciente.

La Revelación Inesperada

Una semana después, la rutina se rompió. No fue por un síntoma dramático, sino por un cambio en la paleta de colores de mi vida. Me encontré con una aversión repentina e inexplicable por el olor del barniz que Elias utilizaba, un aroma que yo había aprendido a amar, a vincular con la seguridad de su presencia.

Esa mañana, me dirigí al baño con una extraña sensación de ligereza. Era el día que esperaba mi periodo, pero no había ninguna señal. Sentí la tentación de ignorarlo, de no caer en la trampa de la esperanza, de no arriesgarme a la decepción.

Pero la guerrera de la coordenada era metódica.

Abrí el cajón, saqué el kit de prueba de embarazo que había comprado hacía meses, y seguí las instrucciones. Me senté en el borde de la bañera, el cronómetro de mi teléfono marcando los tres minutos más largos de mi vida.

Mi mente era un torrente de pensamientos. Si el resultado era negativo, no pasaba nada; seguiríamos intentándolo. Si era positivo... la coordenada de mi vida cambiaba para siempre. La niña abandonada se convertiría en la fuente de la vida incondicional. El terror al abandono se reemplazaría por la responsabilidad del amor eterno.

El pitido resonó en el silencio.

Tomé la prueba, mis manos temblaban. La luz del pequeño aparato se encendió, y allí, clara, inconfundible, aparecieron las dos líneas: la coordenada de la vida.

Me quedé inmóvil, observándola. No hubo gritos de alegría, ni llanto histérico, solo una certeza absoluta. El miedo que había llevado durante treinta años, el miedo que me había obligado a ser una guerrera, se disolvió por completo.

No temí que Elias se fuera. Su juramento estaba grabado no solo en la ventana de la Sala de Restauración, sino en cada acto de su vida diaria.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.