Cuando llené el saco de leña, bajaba sin ánimos la montaña. Entonces me tiré al suelo en una hierba bien cómoda, miré al cielo y comencé a hablar con Dios. Nada me molestaba en ese momento; solo era yo en medio de un monte, solo era Dios y yo.
No recuerdo ni una palabra de las que le dije a Dios ese día. Solo sé que derramé mi alma por completo a Él, pidiéndole una señal bien clara de lo que debía hacer con mi vida. Estuve allí aproximadamente una hora o más. Lloré, sonreí; fueron muchos sentimientos encontrados. Cuando abrí mis ojos, pensé encontrar la señal al instante.
Sin embargo, todo estaba en calma; ni viento había. Ni siquiera se movieron las nubes. Llegué a pensar que Dios no me había escuchado. Llegué a casa y, con la misma, pasé por delante de la iglesia y vi a unas personas. Entonces decidí llegar. Me asomé por la puerta del patio a ver qué hacían. En eso, un señor que llevaba muchos años en la iglesia me vio y me preguntó:
—¿Te vas a bautizar el sábado?
Sonreí y le dije que no.
Ni siquiera sabía por qué me había preguntado eso, y cuando menos lo esperé, a mi mente vino el rayo que me iluminó y entendí.
—Esta era la señal que le había pedido a Dios.
Me dije en mi interior, lleno de emoción. Ya Dios me había respondido; solo faltaba algo: ver si mi papá lo aceptaba.
En un momento, creo que esa misma noche, le pregunté a mi papá:
—¿Me puedo bautizar este sábado?
Él no me respondió, pero tampoco hizo un gesto de negación. Entonces entendí que la respuesta era sí.
Todo estuvo acomodado por Dios para que el 11 de agosto del 2018 yo me bautizara. A mi bautismo invité a todos mis amigos, a toda mi familia, hasta a mi padre, y al final solo vinieron mi abuela y mi mamá.
Ya no era el mismo; todos mis amigos con los que salía a las fiestas me decían que ya no era el mismo.
—Y pensar que con lo loco que eras; mírate ahora en la iglesia —me decían algunos.
Estaba experimentando lo que dijo Pablo:
**“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.”
2 Corintios 5:17**
Cuando una persona conoce a Dios, el bautismo es algo que no se puede describir con palabras. Cuando decidimos, por medio del bautismo, decirle adiós al mundo y hola al amor de Dios, comienzan las luchas más fuertes que hemos enfrentado en nuestra vida. Pero ya no tenemos ningún miedo porque Dios nos guía; Dios está con nosotros.
En mi casa se notó el cambio; en mi familia también hubo cambios de los que al principio no me daba cuenta. Cuando mis padres vieron que estaba mejor en la iglesia que en las fiestas, se alegraron. A veces me quedaba dormido en las mañanas de sábado para ir a la iglesia y ellos eran los primeros en despertarme diciéndome:
—Son las 8 de la mañana, vas a llegar tarde a la iglesia.
Mi madre siempre me tenía listo un pantalón planchado y una camisa. Mi papá, al principio con el tema de la alimentación, se tornaba molesto, pero luego en la casa se adaptaron a lo que podía comer y cuando había algo que no podía comer, me hacían una comida aparte para mí.
Quizás lees esto y piensas que no en todos los casos es igual. Tienes razón; en todos los casos no es igual, pero en todos hay un común denominador y ese es Dios. Si Dios está presente, todos los casos tienen solución. Si estás leyendo este libro o solo esta parte, quiero decirte algo:
No temas entregarte a Dios. La familia y los amigos al principio te van a rechazar, pero al final te terminarán aceptando porque ven la mano poderosa de Dios en tu vida. No hay evangelio más puro que una vida transformada por Dios. Así que no te detengas; sigue buscando de Él y bautízate; ¡decídete hoy!