Tres meses luego de bautizarme, exactamente en el mes de noviembre, fui llamado a cumplir el servicio militar como un joven adventista recién bautizado. Para un cristiano, pasar el servicio militar es algo difícil; ahora, para un cristiano adventista del Séptimo Día, lo es aún más por diversas razones correspondientes a nuestra fe.
Recuerdo cuando llegué a la unidad militar. Nos pusieron debajo de unos árboles a esperar un largo tiempo. El miedo se apoderaba de mí por momentos y mi corazón se aceleraba. Luego nos mandaron a un local donde nos hicieron otra entrevista y revisaron nuestros expedientes para ver si debíamos estar allí.
Yo pasé, respondí lo que me preguntaron, pero aún no le decía a nadie que era cristiano. De hecho, nadie aún decía si lo era. Luego me asignaron a la primera compañía, al segundo pelotón, y era el número 31. Cuando el sargento al mando de nuestro pelotón nos dio las instrucciones y reglas que debíamos saber, nos preguntó:
—¿Algo de allá para acá?
Levanté mi mano temblorosa; aunque sentía temor y mi corazón latía muy fuerte, le dije:
—Yo soy adventista del Séptimo Día. No trabajo los sábados, tampoco tocaré armas de fuego y no como carne de cerdo.
Cuando el sargento escuchó lo que dije, hizo un gesto que no olvidaré, en el cual casi se lleva las manos a la cara. Como dicen en mi país (frío huevos), dijo:
—Ay, mi madre —exclamó descontento— y luego añadió— ¿Tú escribes bonito?
Le dije que no con la cabeza, sinceramente, porque mi caligrafía es bien mala.
—Entonces estás complicado. Veremos qué hacemos.
Luego nos mandaron a conocer nuestro dormitorio. Nos repartieron el uniforme, el aseo personal y las botas. Lo único que podíamos dejar de lo que traíamos eran dos calzoncillos. En cambio, yo, desobedeciendo al teniente, escondí mi Biblia debajo de la ropa de campaña (que era otro uniforme que nos daban para ponernos en la noche).
Al otro día me llevaron al teniente para que le explicara quién yo era y las razones de mi fe. Le hablé acerca del sábado, que no podía realizar ningún trabajo. También le hablé acerca de las armas de fuego, porque no podía tocarlas, y de mi alimentación, aunque esta última no le importó.
Para el sábado, él halló una solución rápida y sencilla. Me dejó todos los sábados en el dormitorio como si estuviera de limpieza. Aunque realmente no limpiaba y el sábado me lo pasaba leyendo mi Biblia.
En una ocasión, un sábado estaba leyendo la Biblia en la oficina del teniente y llegó un mayor de visita a la unidad. Fue a mi dormitorio y me encontró leyendo la Biblia. Recuerdo poco; sé que me preguntó qué hacía y por qué estaba allí. Yo le respondí sus preguntas y me dejó allí tranquilo; entonces se fue.
Al principio fue difícil estar allí; llegué a creer que era el único cristiano, pues era el único que lo había dicho al principio. Sin embargo, como a los tres días aparecieron los demás y resultó ser que eran más de cinco.
Un día, un compañero de la unidad, en la formación para pasar a comer, me tocó por la espalda y me dijo al oído:
—Tú dices que eres cristiano, pero no estás haciendo lo que mandó Jesús: predicar.
—Yo sí lo estoy haciendo, pero escondido, porque si me escuchan los jefes me meten preso...
Era cierto lo que le respondí; cuando expresé mi fe, me dijeron que no podía hablarle a nadie de Jesús y de lo que creía porque eso era un delito.
Más no hice caso y cuando se me presentaba la oportunidad compartía con quien lo necesitaba el mensaje de salvación. Ese joven fue uno de ellos y otros jóvenes más con los cuales pude compartir la semilla del evangelio. Esto no fue en vano, pues algunos aceptaron a Jesús en su corazón. Aunque no sé si cuando llegaron a sus casas lo siguieron buscando, porque de todos los que estaban allí, a la mayoría no los volví a ver.
La prueba del sábado, con ayuda de Dios, la había vencido, pero venía la más fuerte: no tocar armas de fuego. Recuerdo la mañana en que repartieron las armas de fuego; todos, con entusiasmo, tomaban la suya, y cuando todas fueron dadas, solo quedaba una en el cuarto de las armas. Esa que quedaba tenía el número 31. Cuando me llamaron, les dije que no la tomaría. Ellos me entendieron, aunque realmente la verdadera prueba vendría después.
Cuando todos tenían sus armas, yo me sentía mal. Estaba en medio del terreno del enemigo, unos cuantos jóvenes inexpertos con un instrumento de muerte en sus manos. La sensación más horrible que había sentido hasta el momento pensé que era esa. Hasta que en una ocasión miré hacia detrás mío y había uno apuntando su arma hacia mi cabeza. Lo miré con mucho desagrado y él quitó el fusil que me apuntaba.
A la semana de andar con los fusiles para todos lados y de haber dado todas las clases teóricas, todos estaban listos para ir al campo de tiro.
Entonces apareció una mujer de cabello rojo a la cual le decían "La Política". Ella era la que trataba los casos como el mío. Fue al dormitorio, me quitó la Biblia y la llevó a su oficina. Me dijo que cuando la quisiera leer, que fuera a su oficina a leerla, pero que no la podía seguir trayendo conmigo.
Un día fui allí a leer mi Biblia y apareció otro hombre que comenzó a hablarme de la Biblia e intentó enredarme; más no pudo porque Dios me había ayudado a recordar todo lo que había estudiado y, en vez de él enredarme, salió enredado por el Evangelio. Porque le prediqué y le mostré que él no entendía lo que estaba hablando. Tanto fue así que me dijo:
—No te preocupes, que aquí el que sabe de eso eres tú...
Entonces decidí ese día llevarme mi Biblia y seguir escondiéndola, pero no la dejaría más allí.
Sé que desobedecí a mis superiores muchas veces. Más la palabra de Dios me respalda:
"Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres."
Hechos 5:29
Ellos no querían que buscara de Dios. No querían que compartiera a Dios con otros y, aún más, querían que fuera en contra de mi fe en Jesús.