Los últimos rayos de sol teñían el mar con un tono naranja y dorado, la arena se sentía tibia y las olas con su vaivén acariciaban nuestros pies mientras caminábamos en silencio por esa playa. No había palabras entre nosotros, no eran necesarias. Simplemente disfrutábamos de nuestra compañía compartiendo aquella brisa que nos acariciaba el rostro y la arena que besaba nuestros pies.
Sin pensarlo, el movimiento natural de nuestros brazos al caminar provoco un roce accidental que termino entrecruzando nuestros dedos para así continuar la caminata tomados de las manos.
De pronto ella se detuvo, me miro de frente y me permitió contemplar toda la belleza que poseía. Esos ojos avellanados y grandes, su nariz pequeña y fina, su rostro triangular, los hoyuelos que formaban sus mejillas al sonreír, su piel bronceada, sus labios carnosos y su sonrisa tan llena de ternura y de sensualidad.
— ¡Desearía que esta tarde fuera eterna! — dijo rompiendo el silencio mientras me miraba a los ojos.
La abrace con toda la ternura y las ganas contenidas durante mucho tiempo, besé su frente y mientras acariciaba sus mejillas sequé con mis pulgares las lágrimas que derramó, no sé si de felicidad, melancolía o tristeza. Ella sonrió, me beso tiernamente en la mejilla y continuamos caminando. Así era ella, tan tierna, tan dulce y tan impredecible.
Pronto el sol se perdió en el horizonte y la luna llena ilumino la playa con su luz plateada. Al fin llegamos a un muelle en donde nos sentamos a contemplar aquel cielo estrellado y la hermosa luna que nos ofrecía la noche.
— ¡Solmar!, ¿nos veremos otra vez? — pregunte con cierta angustia.
— Espero que sí, pero llámame Sol, me gusta más —.
Solmar, aquella venezolana hermosa que me había robado el corazón hace tiempo, aquella que conocí quizás por algún accidente del destino en un viaje a Venezuela hecho por obligación y de mala gana.
— ¡Llévame contigo a México!— dijo con cierta desesperación.
— Desearía hacerlo, pero siento cierta sensación que me dice que será imposible —. Respondí con tristeza.
La noche transcurría entre recuerdos de nuestras conversaciones telefónicas, video llamadas y mensajes de texto. Así combatíamos los 3649 kilómetros que nos separaban. Siempre a la espera de mi siguiente viaje a Miranda, Venezuela.
— ¿Recuerdas nuestra última conversación? — preguntó.
— Es extraño, recuerdo prácticamente todo de ti, recuerdo muchos detalles, incluso recuerdo la fecha, 16 de noviembre, y todo lo que en ella te dije. Pero no logro recordar lo que tú me dijiste, solo sé que es muy importante —. Respondí avergonzado.
— ¡Debes recordarlo!, y cuando lo hagas prométeme que no lo olvidarás nunca más —.Dijo con tristeza.
El muelle en el que nos encontrábamos nos brindaba una posición que nos permitía observar los barcos acercándose al puerto. Estábamos tan cerca que el sonido de sus sirenas se escuchaba bastante fuerte. Pronto apareció un barco mucho más grande que todos los que habíamos visto esa noche, segundos más tarde hizo sonar su sirena, el ruido fue ensordecedor. Abrace a Sol en un intento por protegerla no se de que, algo en mi me indujo a hacerlo, fue algo instintivo. Ella me miro a los ojos, sentí su respiración en mi rostro y pude notar tristeza en el brillo de aquella mirada. Se acercó más, sus labios casi rozaban con los míos, el ruido cada vez era más fuerte y sin poder evitarlo… desperté.
Con el rostro empapado en sudor y las manos temblorosas tome el reloj de mi mesa de noche, 04:25 de la madrugada del día 21 de noviembre, mi cumpleaños. Comencé a llorar amargamente mientras recordaba aquella última conversación con Sol en la que hablamos de aquello que era evidente pero que ambos intentábamos ocultar.
— ¡Iré a México para tu cumpleaños, y comeremos pastel! — dijo con emoción.
— ¡Vaya, tu visita será el mejor regalo de mi vida! — respondí emocionado.
— No tonto ese no es tu regalo. Tu regalo será un beso, un beso de amor. ¡Te amo!, y sé que tú me amas a mí, me quedare en México contigo. Bueno, si tú lo quieres también —.
Recuerdo el temblor del cual fue víctima cada parte de mi cuerpo, un inmenso mar de emociones inundó todo mi ser.
— ¡Por supuesto que quiero!, nada me haría más feliz —. Esas fueron mis últimas palabras.