Si buscas una historia de héroes, es mejor que dejes de leer. Esta historia no es para ti, y mucho menos la magia.
Conozco la leyenda de tres vikingos de valor. La escuché alguna vez, de los labios de una gitana o quizá en los cantos de un trovador. No tiene importancia en este momento, pero lo admito: la historia en verdad me sorprendió.
Cuentan las mujeres de los bares eternos, entre faldas y bailes, la leyenda sin fin. Einar se llamaba el héroe del lugar, cazador de nacimiento y bebedor de profesión, el aclamado y poderoso Einar, el campeón. Acompañado de su hacha y su daga, se lanzaba a la aventura, temible como un oso y enorme cual dragón. Einar el aclamado. Einar el semidiós.
— Por supuesto que no era más que un hombre corriente —me dijo una vez un viejo cuyos ojos contenían dentro de sí el amor y la muerte enlazados.
Einar era el jefe de unos bandidos que perseguían a las bestias que azotaban mi región. Eran jóvenes rebeldes y sin miedo en el corazón.
El viejo bebía entre cada oración. No sé si para ganar fuerza o para recobrar la razón. Sus labios resecos formaban una mueca al pronunciar el nombre de aquellos bandidos y al relatar su historia.
—Liv se llamaba —continuó—. Era su compañero de batalla, su hermano de elección, su verdugo y su fuerza. Era como su otro corazón.
Liv, al contrario de Einar, no lucía como un bandido. Su cabello rubio caía en cascada sobre su rostro joven, aún con una barba incipiente en su mentón. Liv jugaba a ser un hombre, un cazador. Todos creían que el muchacho estaba loco por unirse a un bárbaro como Einar, pero solo él conocía sus razones para seguirlo sin titubear.
El pueblo no lo veía como una amenaza. Su aire desgarbado y temeroso le daban el aspecto de una presa, mas no de un depredador. Todos lo subestimaban y reían ante su andar, pero Einar siempre supo apreciar su valor.
Dejando de lado al joven, debe usted saber de alguien más que el grupo aceptó, aunque dudo que me pueda creer.
El anciano sonrió. Una sonrisa podrida por el tabaco y el ron. Sus labios arrugados acariciaron el nombre final como si fuese un sueño pasado, o un deseo mortal.
—Eyra —murmuró.
Claro y mortal, aquel nombre estremeció mis entrañas con tal fuerza que sentí girar el lugar.
El bar seguía su rumbo habitual. Risas, bromas y hombres tan ebrios que parecían parte de la decoración del lugar. Volví la vista al anciano, que esperaba expectante para continuar.
—Puede confiar usted en las palabras de este anciano: una mujer como ella solo nace una cada mil años.
Cantarina y feliz, indomable guerrera con la gracia de una valquiria. Sus ojos, claros como el agua, parecían espejos donde los enemigos juraban ver el infierno, pero muchos otros pretendientes decían que era el cielo. Un cielo que, hasta entonces, no tenía dueño.
Nadie se atrevía a retarla a duelo, a menos que fuera un idiota o alguien que buscara su propio entierro. Sus manos delicadas podían transformarse en zarpas que, enojadas, destrozaban, desgarraban y aplastaban.
La historia se detuvo, y en vilo me dejó. Idiotizado por lo que oía, no dije nada más. Esperé a que el pelo blanco volviera a hablar.
—Ahora que los conoces, extranjero curiosón, quizá te interese saber por qué son leyenda.
Los bandidos nunca pasan a la historia por robar ganado o por embarazar mujeres, pero estos no eran bandidos comunes. Si la muerte parecía acercarse a un lugar, aquel sería la dirección donde los verías avanzar. Coqueteaban con la muerte, como si, de alguna manera, así pudieran sentir más el mundo o su propia vida.
No eran tontos, si es que eso piensas, viajero. Eran listos y feroces, pero también embusteros.
Su leyenda perduró por una batalla que tuvieron, una donde los dioses parecieron ponerlos a prueba y el destino, por poco, les jugó en contra.
Recuerdo bien aquella tarde de invierno. La tormenta obligaba a todos a refugiarse. Ni siquiera un alma parecía retar a la naturaleza. Pero para un grupo sin alma, como Einar y sus secuaces, la nieve solo significaba que una aventura se aproximaba.
El bar que frecuentaban estaba abarrotado. El aire caliente por el exceso de cuerpos motivaba olores y hedores que provocaban lamentos. Los tres bandidos tomaron su mesa y, con una bebida para cada uno, brindaron por alguna promesa. Ataviados con sus capas de piel de oso, se miraban en silencio. Tal vez hablaban de algún plan futuro o de la camarera de turno.
Fue la repentina apertura de la puerta la que llamó la atención de Einar.
Allí, a contraluz, una mujer temblaba. Llorosa y casi azulada, sus pies se arrastraban al interior del lugar, con el miedo dibujado en su rostro.
—¿Quién hizo esto?
Exclamó un hombre pelirrojo, de vientre ancho y altura de monstruo.
Tiritando y recobrando la razón, la mujer lanzó un grito que incluso a las almas despertó.
—¡El gorluc!
Exclamó una y otra vez. Sus lágrimas mojaban sus mejillas congeladas mientras relataba cómo su familia había sido devorada por aquella bestia.